Durante más de cuatro décadas, los colombianos hemos normalizado un sistema que nos clasifica del 1 al 6 según las características físicas de nuestras viviendas. Lo que comenzó como una medida técnica para subsidiar servicios públicos se transformó en el mecanismo de estratificación social más profundo de nuestra historia reciente, moldeando no solo nuestras facturas de luz y agua, sino nuestras relaciones, oportunidades laborales y percepción del otro.
Cuando en 1983 Colombia decidió implementar la estratificación socioeconómica, pocos anticiparon que se convertiría en el único país del mundo que clasifica a toda su población según la apariencia exterior de las viviendas para determinar el acceso a subsidios. Mientras Chile desarrollaba su Registro Social de Hogares basado en ingresos reales, Ecuador implementaba sistemas por quintiles económicos y Brasil creaba transferencias condicionadas directas, nosotros optamos por evaluar fachadas, materiales de construcción y el estado de las calles.
La justificación inicial era pragmática: en los años 80, Colombia carecía de sistemas confiables para medir ingresos directos, especialmente en una economía con alta informalidad. Las valoraciones catastrales estaban desactualizadas y cada empresa de servicios públicos manejaba sus propios criterios de clasificación. El sistema de estratos prometía ser la solución unificadora.
El funcionamiento es aparentemente simple: seis estratos donde los tres primeros reciben subsidios, el cuarto paga el costo real del servicio, y los dos últimos pagan sobrecostos para financiar los subsidios de los más bajos. Un modelo de solidaridad que en papel suena justo, pero que en la práctica genera distorsiones graves.
Los números revelan la magnitud del problema: el 58.1% de los hogares con mayores ingresos del país vive en estratos subsidiados (1, 2 y 3), recibiendo beneficios que no necesitan. Paralelamente, familias de bajos recursos ubicadas en estratos altos pagan sobrecostos que comprometen su ya limitado presupuesto familiar.
Esta inversión de la lógica redistributiva convierte el sistema en un mecanismo regresivo que subsidia a quien no lo requiere y grava a quien menos puede pagarlo.El verdadero impacto del sistema trasciende las facturas de servicios públicos. En estas cuatro décadas, el estrato se convirtió en el principal marcador de identidad social del país. No clasificamos barrios; clasificamos personas.Esta clasificación permea todos los aspectos de la vida nacional. Las ofertas laborales especifican requisitos de estrato, las relaciones sociales se establecen según estos parámetros, y el acceso a servicios de salud, educación y comercio se ve mediado por esta etiqueta numérica.El fenómeno ha generado lo que los académicos denominan «aporofobia» – el rechazo sistemático a la pobreza –, materializada en expresiones cotidianas como «estrato cero» para descalificar o «estrato diez» para enaltecer.
Olivier De Schutter, experto de las Naciones Unidas, calificó el sistema como «segregación social institucionalizada», identificándolo como un obstáculo para la erradicación de la pobreza. Sus efectos son mensurables:
La movilidad social intergeneracional en Colombia requiere hasta 11 generaciones para que una familia pobre alcance el ingreso promedio nacional, una de las cifras más altas de América Latina. El sistema mantiene a las personas «encerradas en sus barrios», limitando la interacción entre diferentes grupos socioeconómicos y perpetuando círculos de exclusión.La segregación espacial se ha intensificado. Las ciudades colombianas muestran patrones de desarrollo urbano donde los estratos se concentran geográficamente, limitando las oportunidades de encuentro e intercambio social.
Después de décadas de resistencia a reconocer las fallas del sistema, las propias entidades estatales admiten hoy sus limitaciones. El DANE, responsable de la metodología, reconoce las «dificultades intrínsecas» para actualizar las clasificaciones y la resistencia ciudadana a los aumentos de estrato.
En 2020, una Mesa de Expertos convocada por el DANE y el Departamento Nacional de Planeación concluyó que el sistema está «rezagado» y ya no es adecuado para clasificar hogares según su nivel socioeconómico.La propuesta más concreta de reforma es el Registro Universal de Ingresos (RUI), incluido en el Plan Nacional de Desarrollo de 2023. Este sistema buscaría determinar la focalización de subsidios basándose en ingresos reales, integrando información del Registro Social de Hogares y autodeclaraciones de las familias.El RUI promete corregir los errores de inclusión y exclusión, permitiendo que una familia de estrato 6 con bajos ingresos reciba subsidios, mientras que una de estrato 2 con alta capacidad de pago deje de recibirlos.Sin embargo, la implementación enfrenta desafíos monumentales. No se trata solo de cambiar un sistema técnico, sino de transformar cuatro décadas de construcción social alrededor de una identidad estratificada.
La reforma del sistema de estratos no es meramente administrativa. Implica desmantelar un aparato simbólico que ha definido las relaciones sociales de varias generaciones de colombianos.La resistencia es previsible: hogares que temen perder subsidios, sectores políticos que han construido clientelas alrededor de estas clasificaciones, y una sociedad que ha interiorizado profundamente estos marcadores de estatus.Además, el sistema se ha extendido más allá de los servicios públicos. Se usa para planificar inversión pública, determinar impuestos prediales y focalizar programas sociales. Su eliminación requiere reemplazar simultáneamente múltiples procesos gubernamentales.
Cuatro décadas después, Colombia debe preguntarse si el precio social de mantener este sistema justifica sus beneficios administrativos. El país que buscaba garantizar el acceso universal a servicios básicos terminó creando el mecanismo de segregación más sofisticado de América Latina.
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Este es un refrito que se ha poblicado ya muchas veces sin que nadie denuncie la contradición. Segun el documento los ricos vivien en estratos bajos: «58.1% de los hogares con mayores ingresos del país vive en estratos subsidiados (1, 2 y 3)» y, paralelamente, «familias de bajos recursos ubicadas en estratos altos». Sin embargo, «el sistema se ha extendido más allá de los servicios públicos» porque la estratificación en Colombia tiene gran reconocimiento y legitimidad: «La reforma del sistema de estratos no es meramente administrativa. Implica desmantelar un aparato simbólico que ha definido las relaciones sociales de varias generaciones de colombianos», «No se trata solo de cambiar un sistema técnico, sino de transformar cuatro décadas de construcción social alrededor de una identidad estratificada».