Hay películas que no solo se ven, se sienten. Se clavan en la piel como un zarpazo, te persiguen en cada sombra y te hacen mirar dos veces antes de meter un pie en el agua. Tiburón (Jaws, 1975) es una de esas. No es solo una cinta sobre un pez gigante con muy mal carácter. Es un rugido primal que cambió el cine, un fenómeno que aún hoy, casi medio siglo después, nos sigue poniendo los nervios de punta. Con un presupuesto que se salió de control, un rodaje caótico y una partitura que es puro escalofrío, Steven Spielberg convirtió una novela de Peter Benchley en un ícono del cine.
El germen de la fiera
Todo empezó con un tiburón real y un escritor fascinado. Peter Benchley, inspirado por un monstruo blanco capturado en 1964 por el pescador Frank Mundus frente a Montauk, Nueva York, y por los ataques de 1916 en Nueva Jersey que dejaron un reguero de pánico, se puso a teclear. En 1971, su novela Tiburón ya estaba tomando forma, y para cuando se publicó en 1974, Hollywood olió sangre en el agua. Universal Pictures pagó 175,000 dólares por los derechos antes incluso de que el libro llegara a las librerías. ¿El director? Un tal Steven Spielberg, un joven de 27 años con más visión que experiencia, dispuesto a jugársela filmando en mar abierto.
Hacer Tiburón fue como cazar un tiburón con una caña de pescar rota. Spielberg, terco como pocos, decidió rodar en el océano de verdad, en Martha’s Vineyard, en lugar de un tanque controlado. El plan era terminar en 55 días con 3.5 millones de dólares. La realidad: 159 días de caos, un presupuesto que se infló hasta los 9 millones y un tiburón mecánico —bautizado “Bruce” por el equipo— que se averiaba más que un coche viejo. Las réplicas de fibra de vidrio se hundían, se atascaban o simplemente no abrían la boca cuando debían. Pero de ese desastre nació la magia: Spielberg, forzado a sugerir la amenaza en lugar de mostrarla, convirtió la ausencia del tiburón en el alma del suspense. Menos es más, y Tiburón lo demostró.
La historia: pánico en Amity
En la ficticia Amity Island, un pueblo costero donde el turismo es la vida, un tiburón blanco decide que los bañistas son su bufé personal. El jefe de policía, Martin Brody (Roy Scheider), quiere cerrar las playas, pero el alcalde, con el signo de dólares en los ojos, se niega. La sangre sigue corriendo hasta que no hay más remedio: Brody, el biólogo marino Hooper (Richard Dreyfuss) y el cazador curtido Quint (Robert Shaw) se lanzan al mar en un bote demasiado pequeño para enfrentarse a una bestia de dientes como cuchillos. Es una lucha de hombres contra naturaleza, de miedo contra coraje, todo envuelto en dos horas y cuatro minutos de tensión que te hacen olvidar cómo respirar.
Un mordisco millonario
Cuando Tiburón llegó a los cines en 1975, el mundo no estaba listo. Con un presupuesto final de unos 7 a 9 millones de dólares, recaudó 477.9 millones a nivel mundial, incluyendo 267.2 millones solo en Estados Unidos y Canadá. Fue la película más taquillera de la historia hasta que Star Wars la destronó dos años después. Incluso en 2022, un reestreno en IMAX sumó 2.6 millones en un solo fin de semana en EE.UU. ¿El secreto? Una mezcla de terror visceral, personajes que se sienten reales y una campaña de marketing que vendió la película como una experiencia de vida o muerte. Tiburón no solo llenó salas; creó la fiebre de los estrenos veraniegos, el modelo que hoy conocemos como blockbuster.
La música que te persigue
Si cierras los ojos y escuchas du-un… du-un… dun-dun-dun-dun, ya estás en el agua, con el corazón en la garganta. La banda sonora de John Williams no es solo música. Es un personaje más, un latido que anuncia la muerte. Esas dos notas simples, inspiradas en el pulso de un corazón acelerado, ganaron un Oscar y se convirtieron en sinónimo de peligro inminente. Junto con el Mejor Montaje y el Mejor Sonido, Tiburón se llevó tres estatuillas doradas y una nominación a Mejor Película. También tuvo cuatro guiños en los Globos de Oro y siete en los BAFTA, llevándose otro trofeo por la partitura de Williams. Sin esa música, Tiburón sería una gran película. Con ella, es inmortal.
Un legado con dientes
Tiburón no solo mató bañistas; mató las reglas del juego. Antes de 1975, el verano era para reposiciones y películas menores. Después, se convirtió en la temporada de los grandes estrenos, de las colas interminables y los récords de taquilla. Spielberg demostró que una película podía ser un evento, una experiencia que trasciende la pantalla. Su uso del suspense —mostrar poco, insinuar mucho— se estudia en escuelas de cine. Y el tiburón, ese “Bruce” mecánico que dio más dolores de cabeza que un huracán, se convirtió en un ícono. A 50 años de su estreno, Tiburón sigue siendo un clásico, un recordatorio de que el miedo no envejece.