Robert Redford murió en su refugio de Sundance, en las montañas de Utah, a los 89 años. Y no pudo haber elegido mejor escenario para su última función: entre las rocas rojas y los pinos que tanto amó, lejos del bullicio de Hollywood que lo encumbró pero nunca lo domesticó del todo.
Rodeado de sus seres queridos, se marchó el hombre que le enseñó a toda una generación que se podía ser galán y rebelde, estrella de taquilla y conciencia social.
Pocas veces en la historia del cine americano un rostro ha logrado condensar tantas contradicciones como el de Charles Robert Redford Jr. Nacido un 18 de agosto de 1936 en Santa Mónica, cuando Hollywood todavía olía a naranjos y las autopistas no habían devorado los valles, creció viendo cómo su ciudad natal se transformaba en una extensión infinita de cemento. Esa pérdida de paraíso lo marcaría para siempre.
Fue un estudiante mediocre, un deportista decente y un joven con demasiada inquietud en las venas. La universidad de Colorado lo escupió después de que las borracheras y su temperamento arisco lo hicieran perder la beca. Pero donde otros habrían visto el fracaso, Redford olfateó la aventura. Se largó a Europa con lo puesto, a pintar acuarelas en París y a beber vino barato en Roma, como hacían entonces los jóvenes americanos que huían de sus destinos prefabricados.
Esos años de bohemia europea no fueron tiempo perdido. Le dieron una sensibilidad que Hollywood raramente cultivaba en sus galanes: la capacidad de ver más allá de la superficie brillante de las cosas. Cuando regresó a Estados Unidos y se metió a estudiar actuación, ya llevaba encima esa pátina de misterio que lo haría irresistible para las cámaras.
Su salto a la fama llegó por Broadway, con «Descalzos por el parque» de Neil Simon en 1963. Pero fue el cine el que lo transformó en leyenda. Primero con la adaptación de esa misma obra junto a Jane Fonda en 1967, y luego con esa joya del western crepuscular que fue «Dos hombres y un destino» (1969), donde formó dupla con Paul Newman en lo que sería una de las amistades cinematográficas más productivas de todos los tiempos.
Como Sundance Kid, Redford no solo ganó un BAFTA; se inventó a sí mismo. Era el forajido elegante, el bandido con clase que robaba bancos con la misma naturalidad con que otros se anudaban la corbata. La película redefinió el western y catapultó a sus protagonistas a un estrellato que los acompañaría décadas.
Los años 70 fueron su década imperial. «El golpe» (1973), otra vez con Newman, arrasó en taquilla y premios. Por primera y única vez, Redford fue nominado al Oscar como actor, aunque Jack Lemmon se lo arrebató. Esa espina clavada lo perseguiría siempre, pero él tenía otros planes.
«Todos los hombres del presidente» (1976) lo mostró interpretando a Bob Woodward, el periodista que destapó Watergate junto a Carl Bernstein. No era casualidad que eligiera ese papel: Redford llevaba años molesto con la corrupción del poder, y el cine se había convertido en su forma de hacer política sin meterse en el barro de Washington.
En 1980, Redford se plantó detrás de las cámaras para dirigir «Gente corriente», un drama familiar desgarrador que le valió el Oscar al mejor director. Fue un triunfo inesperado que lo validó como cineasta serio, no solo como estrella que jugaba a hacer películas.
Su estilo como director era meticuloso pero nunca frío. «La historia, el personaje y la emoción», decía que eran los tres pilares de su método. Y se notaba: sus películas respiraban, tenían esa cadencia pausada de quien sabe que las mejores historias no necesitan gritos para llegar al corazón.
«El río de la vida» (1992) y «Quiz Show» (1994) confirmaron que Redford no había llegado a la dirección por casualidad. Esta última, sobre el escándalo de los concursos televisivos de los 50, le valió cuatro nominaciones al Oscar. Era cine inteligente hecho por alguien que entendía que el entretenimiento podía ser también denuncia.
Pero si hay algo por lo que Redford será recordado más allá de sus películas, es por haber democratizado el cine americano. En 1981 fundó el Sundance Institute en su rancho de Utah, con la idea de darles voz a los cineastas que no encajaban en los moldes de Hollywood.
Lo que empezó como un laboratorio artesanal se convirtió en el Festival de Cine de Sundance, la catedral mundial del cine independiente. Por sus pantallas desfilaron Steven Soderbergh con «Sexo, mentiras y video», Quentin Tarantino con «Perros de la calle», Christopher Nolan con «Memento». Decenas de directores que hoy son grandes nombres del cine global le deben su primer empujón a esa visión de Redford.
No lo hizo por negocio, aunque el negocio llegara después. Lo hizo porque estaba cansado de ser tratado como un «objeto» por los estudios, y quería que otros artistas no pasaran por lo mismo. Sundance se convirtió en su legado más duradero, la prueba de que el idealismo bien canalizado puede cambiar industrias enteras.
Redford nunca fue de los que separaban su vida pública de sus convicciones privadas. Desde los años 60 militaba en causas ambientales, mucho antes de que estuviera de moda ser verde en Hollywood. Compró tierras en Utah en 1961 y las convirtió en su refugio personal, pero también en el símbolo de su lucha por preservar los espacios naturales.
Fue uno de los fundadores del Natural Resources Defense Council y durante décadas luchó contra plantas de carbón, oleoductos y proyectos que ponían en peligro el medioambiente. Su oposición al oleoducto Keystone XL lo llevó a enfrentarse con presidentes y corporaciones. En 2015 habló ante la Asamblea General de la ONU pidiendo acción inmediata contra el cambio climático.
Nunca se metió en política formal – decía que era un «carnaval del absurdo»-, pero no dudó en usar su plataforma para defender sus ideas. En 2019 escribió un artículo demoledor contra Donald Trump, al que acusó de atentar contra los valores democráticos fundamentales.
A pesar de haber sido una de las estrellas más grandes de su generación, Redford nunca ganó un Oscar competitivo como actor. Esa ausencia siempre fue tema de conversación en Hollywood, pero él la compensó con creces: ganó como director, recibió uno honorífico en 2002 y, sobre todo, se llevó en 2016 la Medalla Presidencial de la Libertad de manos de Barack Obama.
Ese último reconocimiento era el que más lo enorgullecía, porque validaba su trabajo más allá del cine: como activista, como promotor de nuevos talentos, como ciudadano comprometido con causas que trascendían su carrera.
Redford murió mientras dormía, sin aspavientos, como correspondía a alguien que siempre prefirió la discreción al show. Se va dejando un Hollywood diferente al que encontró: más diverso gracias a Sundance, más consciente de su responsabilidad social gracias a su ejemplo, más dispuesto a contar historias complejas gracias a las películas que él eligió hacer y producir.
Era el último representante de una época en la que las estrellas podían permitirse el lujo de la coherencia, cuando el éxito comercial no estaba reñido con la integridad personal. En tiempos de franquicias infinitas y actores convertidos en marcas, Redford mantuvo siempre esa elegancia de viejo western: la de quien sabe cuándo hablar y cuándo callarse, cuándo quedarse y cuándo marcharse.
Se fue en sus montañas de Utah, mirando ese horizonte que tanto había pintado de joven, rodeado del silencio que siempre prefirió al ruido. Como Sundance Kid cabalgando hacia el crepúsculo, Robert Redford se marchó por donde había llegado: con clase, sin mirar atrás, dejando tras de sí una estela de polvo dorado que tardará décadas en asentarse.
El último cowboy de Hollywood ha cruzado al otro lado. Y algo nos dice que del otro lado también van a necesitar a alguien que les enseñe cómo se hace el cine con honestidad.
