En las calles polvorientas de Tumaco, allá donde el Pacífico colombiano abraza la tierra con su brisa salada, Willington Alfonso Ortiz Palacio, conocido cariñosamente como el Viejo Willy, vino al mundo un 26 de marzo de 1952. En ese rincón del Nariño, donde las olas cantan y los niños juegan descalzos, Willy encontró su primer amor: un balón. No había lujos ni campos de césped, solo una pelota improvisada y un talento que parecía danzar al compás del mar.
A los 19 años, Millonarios lo llamó, y en 1971 debutó con un golazo frente al Internacional de Porto Alegre que hizo vibrar a Bogotá. El Viejo Willy no tardó en hacerse notar. En Millonarios, formó parte del trío BOM junto a Alejandro Brand y Jaime Morón, una delantera que sembraba terror en las defensas rivales. En 1972 levantó su primera estrella con el club, y en 1978 sumó otra, dejando 97 goles en su cuenta. Su estilo era pura magia: gambetas endiabladas, un cuerpo menudo que parecía elástico y un olfato goleador que no respetaba rivales. Pero ser un crack en la Colombia de los 70 no era fácil. El fútbol local aún no tenía el brillo internacional, y Willy brillaba en un escenario modesto, sin focos globales. “A veces siento que jugué en un tiempo que no me vio el mundo”, dijo alguna vez, con esa nostalgia que solo los grandes entienden. Sin embargo, su amor por el balón era puro, sin pedir nada a cambio.
La vida del Viejo Willy fue un viaje constante. En 1980, Deportivo Cali rompió el mercado al pagar 13 millones de pesos por su pase, una cifra que parecía de otro planeta. En el equipo verdiblanco, Willy mostró que su talento no tenía límites. En la Copa Libertadores de 1981, dejó una huella imborrable: arrancó desde mitad de cancha, dejó en el camino a dos defensas y definió con clase frente al legendario Ubaldo Fillol para darle al Cali una victoria épica contra River Plate en el Monumental. “Fue como si el estadio entero contuviera el aliento”, recordaría después. Fueron tres años de gloria, con 17 goles en su primera temporada y un juego que enamoraba a la hinchada.
Pero el fútbol, como la vida, tiene giros inesperados. En 1983, América de Cali, el rival eterno del Cali, lo fichó. Al principio, el técnico Gabriel Ochoa Uribe no lo veía con buenos ojos, pero el Viejo Willy, ya con 31 años, demostró que su magia seguía intacta. Jugó donde lo necesitaran: de ‘9’, de volante, de creador. Con los diablos rojos ganó cuatro títulos seguidos entre 1983 y 1986, y llegó a tres finales de Libertadores, aunque el trofeo se le escapó. Con la Selección Colombia, entre 1972 y 1985, disputó 49 partidos y marcó 12 goles, siendo subcampeón de la Copa América 1975.
Hoy, el Viejo Willy tiene 73 años y sigue siendo un símbolo del fútbol colombiano. Para muchos, es el mejor jugador que ha dado el país, un talento que no necesitó mundiales para ser leyenda. Hincha eterno de Millonarios, padre y abuelo, su vida es un testimonio de pasión y lucha. En las calles de Tumaco, Bogotá o Cali, su nombre es un susurro que no se apaga, un recuerdo que gambetea el olvido.
El Viejo Willy no solo jugó al fútbol: lo hizo poesía.