Bajo el sol abrasador de las Islas Vírgenes, Emile Alphonse Griffith (1938-2013) no soñaba con guantes ni cuadriláteros. Quería diseñar sombreros, tal vez para mujeres elegantes, tal vez para un mundo que aún no lo entendía. Pero el destino, como un gancho inesperado, lo llevó al ring. Su vida, una danza entre la gloria y el tormento, se tejió con golpes, secretos y una verdad que el mundo del boxeo no estaba listo para escuchar. Su nombre nos suena mucho porque tuvo peleas con nuestro Rocky Valdez y con Carlos Monzón.
Un cuerpo descubierto por azar
Emile no nació para el boxeo. Adolescente, trabajaba en una fábrica de sombreros en Nueva York, sudando bajo el calor de las máquinas. Un día, pidió quitarse la camisa. Su torso, esculpido por la misma vida, llamó la atención del dueño, un exboxeador amateur que vio en él un diamante en bruto. Lo envió al gimnasio de Gil Clancy, y así, sin quererlo, Griffith entró en un mundo de cuerdas y sudor donde su vida cambiaría para siempre. En 1958, con apenas 20 años, ganó los Guantes de Oro de Nueva York, derrotando a Osvaldo Marcano en la final de las 147 libras. El ring lo reclamó, pero también lo atrapó en una jaula de expectativas.
El peso del título y la tragedia.
El 1 de abril de 1961, Emile Griffith se enfrentó al cubano Benny “Kid” Paret por el título mundial wélter. En el decimotercer asalto, un nocaut brutal le dio la corona. Pero la gloria se endurece poco. Seis meses después, Paret le arrebató el título en una decisión ajustada. La revancha, el 24 de marzo de 1962, en el Madison Square Garden, marcó un antes y un después. Durante el pesaje, Paret cruzó una línea: lo llamó “maricón”, un insulto que resonó como un eco en la homofobia de la época. Griffith, herido en su intimidado, entró al ring con furia. En el duodécimo asalto, desató una ráfaga de golpes que dejó a Paret inconsciente. Diez días después, Paret murió en el hospital.
Aquel combate no solo mató a Paret, sino que transformó a Griffith. “Nunca fui el mismo boxeador después de eso”, confesó años después. De 80 peleas tras esa noche, solo logró 12 nocauts. El miedo a matar de nuevo lo llevó a confiar más en su técnica que en su fuerza, como si cada golpe fuera una pregunta: ¿quién soy en este ring?
Una doble vida en un mundo de machos.
El boxeo, ese templo de masculinidad exacerbada, no era lugar para un hombre como Emile. Ser gay en los años 60, y más aún siendo negro, era cargar un secreto que pesaba más que cualquier título. Griffith vivía en dos mundos: en uno, era el campeón carismático, el hombre de sonrisa fácil que firmaba autógrafos. En el otro, era un alma que buscaba amor en las sombras, lejos de los reflectores. En el mundillo del boxeo, su orientación sexual era un “secreto a voces”, un pacto de silencio entre entrenadores, periodistas y colegas que preferían no hablar de lo que podía arruinar una carrera.
Pero el silencio se rompió en pedazos. La prensa lo señaló, los rumores lo persiguieron. “Maté a un hombre y me perdonaron, amé a un hombre y me condenaron”, dijo alguna vez, con una lucidez que corta como un filo. La sociedad que aplaudió sus puños no supo aceptar su corazón. Griffith, bisexual, nunca pudo vivir su verdad plenamente. La demencia pugilística y la pobreza marcaron sus últimos años, pero su lucha fue más allá del ring: fue contra un mundo que lo obligó a esconderse.
El legado de un campeón herido
Griffith peleó contra gigantes: Luis Rodríguez, Nino Benvenuti, Carlos Monzón, Rocky Valdez.. Ganó títulos en peso wélter, mediano y ligero mediano. Su récord final: 85 victorias (25 por KO), 24 derrotas y 2 empates. En 1990, fue inducido al Salón de la Fama del Boxeo Internacional. Pero su mayor victoria fue seguir siendo él mismo, aunque el precio fuera alto.
En 2013, una ópera en el MET de Nueva York llevó su vida al escenario, un reconocimiento tardío a un hombre que vivió atrapado entre la gloria y el rechazo. Un cómic biográfico y documentales también han intentado contar su historia, pero ninguna captura del todo la soledad de un hombre que peleó por ser amado en un mundo que solo valoraba sus golpes.
Emile Griffith no solo fue un campeón del boxeo; Fue un pionero que, sin proponérselo, desafió las normas de su tiempo. Su vida, como un atardecer, tuvo momentos de luz brillante y sombras profundas. En cada golpe que dio, en cada amor que escondió, dejó una huella imborrable: la de un hombre que, a pesar de todo, nunca dejó de pelear.