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Eduardo Galeano es una especie de sensei para mí. Dijo por ejemplo algo que me quedó bailando:  La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.

Y sí. Sólo hasta hace muy poco entendí que pasé gran parte de mi vida violentando a los demás con el pretexto de ayudarlos. Entré por sus ventanas sin pedir permiso, creyendo hacer mi obra de caridad, obtener mi salvación-como si la tuviera- saltando mi paso por el purgatorio, creyendo que el infierno era uno de esos cuentos que nos echaban en misa los viernes a las 8 en el colegio mientras Rafa Suárez se dormía y el  profe Bernier lo regañaba.

Ayudar a los demás sin que ellos me lo pidieran, rayaba con la lambonería y la soberbia, y dar consejos, la máxima expresión de egolatría. De mi egolatría. Dar lecciones y reparos siempre me fue fácil y aunque no niego que alguna que otra vez pude acertar, la mayoría de las veces quise más que nada tener razón, porque desde mi pedestal creí ser poseedor de la verdad. Mis exhortaciones terminaban siendo experimentos que explotaban en la cara de otros. Y es que algo va de la solidaridad a la manipulación en las que a veces terminaban convertidas mis ayudas. Muchas de las personas enredadas con sus vainas, terminaron peor de confundidas con mis consejos y yo, emputado, preso de mi ego, porque no hacían lo que les recomendé que hicieran o pensaran. No creo tampoco que haya dañado a nadie de manera grave, pero eso es otra cosa. Los consejos que otros me daban a mí, tampoco me servían, porque, aunque escuchaba y ponía cara de atención, terminaba haciendo lo que me daba la gana. Y así me fue.

 

Pasé gran parte de mi vida violentando a los demás con el pretexto de ayudar

 

 

Hasta que un día en el que tal vez llovía torrencialmente en Bogotá, Saramago me trajo de vuelta: “Convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». De alguna manera, mi visión ante la vida, cambió.

Lo intento, aunque me cuesta porque opinar sobre la vida de los demás es un deporte nacional y yo, un experto. Desmontar esa manía no me ha sido fácil, porque, aunque creo ver con claridad las cosas de los otros, la verdad es que opino desde la absoluta ignorancia. Si de mi vida a duras penas tengo idea, qué podría saber de lo que le pasa o sienten los restantes. Y no es que no me importe, porque me importa y mucho. Lo que pasa es que de a pocos voy entendiendo que los otros, por más desvirolados que parezcan, tienen sus razones y motivos, sus miedos y sus sueños, sus carencias y tenencias y por supuesto, sus querencias.

Por eso, he optado por acompañar sus decisiones, dar mi punto de vista solamente si lo piden y que cada cual haga lo que tenga que hacer y le diga su conciencia. Al final, todos tenemos derecho a equivocarnos por cuenta propia y no por lo que nos digan los demás. Ya estamos grandes, le dijo Gulliver a Pulgarcito…

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