Mis tres historias de amor han estado atravesadas de alguna manera por la comida. O viceversa. Todas mis historias de comida han estado marcadas por el amor. Es raro. No sé, tal vez porque lo invisible existe precisamente porque no se ve.
No soy chef.Yo no sé si cocino rico o cocino feo. Lo que sí sé, es que en cada cosa que hago para alguien, lo dejo todo, lo doy todo, lo entrego todo, porque es mi forma, un poco absurda, un poco burda, un poco rústica, de decirle a las personas que las amo. Una manera pueril, inocente de pedirles que me recuerden hasta que ya no tengan fuerzas de existir.
Por alguna razón hoy volví a ver una película maravillosa que me llenó de recuerdos. Era “El sabor de la vida” con Juliette Binoche que habla del amor por la cocina y el arte de hacerlo a fuego lento y terminé de convencerme que la cocina es un poco como la vida- o tal vez al revés- que no es lugar sino arte, que no es destreza sino talento, que no es habilidad sino cariño, que no es pericia sino entrega. Todo en su justa medida, en su tiempo, bien servido, quedará bien. No importa lo tosco o lo gourmet, lo torpe o refinado, lo mostrenco o lo elegante.
Cocinar es la medida de mi tiempo, es el tamaño de mi amor, una forma de desnudarme ante los otros, de mostrar un poco lo que soy y lo que tengo: atrevido, improvisado, amoroso, descuidado, inevitablemente descuidado, porque el amor verdadero no se preocupa por las apariencias. Se me cae la harina en el suelo, se me mancha el delantal, se me olvidan los platos y ofrezco vino del D1. Cocinar es una forma de sentirme libre, de experimentar sin miedo a fracasar, aún sabiendo con certeza que siempre el arroz necesita dieciocho minutos exactos de paciencia, que la cebolla pide lágrimas lentas hasta volverse transparente y que el secreto del ajiaco son las guascas frescas y el sabor de una arracacha. Es un amor práctico, de manos ocupadas y corazón atento, que se preocupa por si habrá suficiente pan, por si la sopa está lo bastante caliente, por si el postre hará sonreír. Un amor que se traduce en gestos simples: quitarle el cuero al pollo, cocinar bajo de sal, cortar la fruta en pedacitos muy pequeños o recordar que a ti te gusta el café negro sin azúcar.
Es una forma de desnudarme ante los otros porque cuando cocino se me ven todas las costuras. Se me nota la prisa en el corte desigual de las verduras, se me escucha la ansiedad en el ruido excesivo de las ollas, se me descubre la ternura en la manera en que coloco la comida en cada plato como si fuera un regalo. En la cocina soy yo, completamente, con mis manías y mis miedos, con mi necesidad de que todo salga bien y mi inevitable tendencia a que algo siempre se me queme un poquito por exceso de pasión. Como en la vida. Como en el amor. Debe ser la edad del fuego…