Si los setenta fueran un olor, serían una mezcla de perfume barato, sudor de pista de baile y laca para el pelo. Si fueran un sonido, serían los falsetes de los Bee Gees, el bajo pulsante de Donna Summer y el tintineo de una bola de espejos girando en el techo. La cultura disco no fue solo un género musical; fue una explosión de color, libertad y exceso que definió una década y dejó una marca imborrable en el mundo
El nacimiento de una fiebre
Corría la segunda mitad de los setenta, y el mundo estaba listo para sacudirse el polvo de los años sesenta. El rock psicodélico y las protestas hippies habían dejado su huella, pero la gente quería algo nuevo: algo que no solo se escuchara, sino que se sintiera en los huesos. Así nació el disco, en las entrañas de clubes underground de Nueva York, como el Loft o el Paradise Garage, donde comunidades marginadas —afroamericanos, latinos, gays— encontraron en la música un refugio y una revolución. El disco no era solo para bailar; era para existir, para ser visto, para reclamar un espacio en un mundo que a veces te quería invisible.
El ritmo era la clave.Canciones como “I Will Survive” de Gloria Gaynor o “Le Freak” de Chic no eran solo éxitos; eran himnos de resistencia y celebración. Y luego estaba Saturday Night Fever (1977), la película que lanzó el disco a la estratosfera. Con John Travolta moviendo las caderas como si el mundo dependiera de ello y los Bee Gees cantando “Stayin’ Alive”, el disco pasó de los clubes a los suburbios, de Nueva York a Bogotá, de las minorías a las masas. De repente, todo el mundo quería ser Tony Manero, aunque fuera solo por una noche.
Si el disco tenía un lema, era “más es más”. La moda era un espectáculo: pantalones acampanados que parecían alas, camisas de satén desabotonadas hasta el ombligo, plataformas que desafiaban la gravedad y lentejuelas que reflejaban la luz como si fueras una bola de espejos humana. Las mujeres llevaban vestidos wrap de Diane von Fürstenberg, mientras los hombres se pavoneaban con cadenas de oro y peinados afro o melenas engominadas. Y no importaba si eras rico o pobre; en la pista, todos brillaban.
Los clubes disco eran templos de esta religión. Studio 54, el epicentro de la movida en Nueva York, era como un circo de hedonismo donde Andy Warhol, Bianca Jagger y desconocidos con suficiente actitud bailaban bajo luces estroboscópicas.
El disco era más que música y lentejuelas; era un espacio de liberación. En una década marcada por la crisis económica, el racismo y la homofobia, los clubes disco eran oasis donde podías ser quien quisieras. La comunidad gay encontró en el disco un himno de visibilidad, con canciones como “Y.M.C.A.” de Village People que, bajo su superficie fiestera, eran guiños subversivos. Las mujeres, como Donna Summer o Gloria Gaynor, reinaban como diosas, cantando sobre deseo y empoderamiento en un mundo que aún las quería calladas. Y las comunidades afroamericanas y latinas, que dieron vida al género, usaron el disco para gritar su presencia.
Pero no todo era utopía. El disco también tenía su lado oscuro. La fiebre de Saturday Night Fever llevó el género a la mainstream, pero también lo diluyó. Lo que empezó como un movimiento underground se volvió un producto comercial, con canciones mediocres y modas exageradas que daban risa. Y en Colombia, donde el disco llegó tarde pero pegó duro, también hubo quienes lo veían como una “música de locas” o una moda pasajera. La moda disco se adaptó al calor tropical: los pantalones acampanados eran de telas ligeras, las camisas de colores chillones se combinaban con sombreros de ala ancha, y las plataformas, aunque peligrosas en las calles empedradas, eran un must. Las mujeres lucían vestidos ajustados y peinados voluminosos, mientras los hombres se dejaban bigotes espesos y cadenas de oro que gritaban “estoy en la onda”. En las tiendas de San Victorino en Bogotá o el Hueco en Medellín, los comerciantes vendían imitaciones de las tendencias gringas, pero con un toque local: colores más vivos, estampados más locos, todo más exagerado.
Y no solo era la ropa. El disco trajo una actitud. Las discotecas eran espacios democráticos donde el oficinista, el estudiante y el taxista podían ser reyes por una noche. Y sí, también había un toque de liberación sexual y de género: los clubes atraían a comunidades diversas, y aunque Colombia era (y es) conservadora, el disco abrió una grieta para que las identidades marginadas brillaran, aunque fuera bajo las luces de la pista.
Para 1980, el disco como fenómeno estaba en declive, pero su ADN se coló en todo lo que vino después: el pop de Madonna, el house, el techno, incluso el reguetón de hoy le deben algo a esos beats de los setenta. En Colombia, el eco del disco sigue en las fiestas retro, en los bares que pasan “Boogie Wonderland” y en los atardescentes que, al escuchar “Love’s Theme” de Barry White, sienten que vuelven a tener 20 años.
La cultura disco fue una paradoja: un escape frívolo que escondía verdades profundas, un grito de libertad envuelto en lentejuelas. Fue el momento en que el mundo decidió bailar sus problemas, aunque fuera solo por una noche.