El Padrino es como Pelé, es como los Beatles, es como García Márquez. Difícil encontrar algo mejor.Hay películas que no se ven, se sienten. Se cuelan por los poros como el aroma de un café recién hecho en la cocina de la abuela, o como el sonido de un tocadiscos que rasguña el vinilo con una canción que ya no suena en la radio. El Padrino (1972), esa obra maestra de Francis Ford Coppola, es una de esas. No es solo cine, es un espejo empañado donde se reflejan las lealtades, los silencios y las heridas que todos cargamos en el apellido.
Antes de que Coppola le diera rostro y voz a los Corleone, hubo un hombre que los soñó en papel. Mario Puzo escribió El Padrino en 1969, y no es solo un libro, es un confesionario. Ahí está todo: la tinta que huele a traición, a salsa de tomate hirviendo en la estufa, a promesas susurradas en italiano. Puzo no inventó una historia, desenterró una raíz. Leyéndolo, uno siente que no está en Nueva York, sino en un pueblo siciliano donde el sol quema y el honor se lleva en la sangre. Vito, en las páginas, es más crudo, más humano. No es solo el Don intocable de Brando. Es un inmigrante que llegó con las manos vacías y las llenó de poder a fuerza de astucia y silencios. El libro te mete en su cabeza, y de pronto entiendes por qué mataba para proteger, por qué su familia era su evangelio.
Vito Corleone, ese Marlon Brando con la voz rota y las manos llenas de poder y ternura, sentado en su oficina mientras el mundo afuera se desmorona. ¿No es eso un poco la vida? Un hombre tratando de sostener lo que ama, aunque el precio sea alto y las balas estén siempre a la vuelta de la esquina. Me acuerdo de mi viejo, que no era un Don, pero que también tenía esa mirada de quien sabe que el tiempo no perdona y que la familia es lo primero, aunque a veces duela. Vito no habla mucho, pero cuando lo hace, cada palabra pesa como un ladrillo. “Le haré una oferta que no podrá rechazar”. ¿Cuántas veces hemos oído eso en la cabeza, negociando con la vida misma?
Y luego está Michael, el hijo que no quería ser como su padre, pero que termina siendo más Corleone que nadie. Al Pacino lo clava, con esos ojos que pasan de la inocencia a la frialdad en un parpadeo. Es como ver a un amigo de la infancia que se pierde en el camino, que se endurece porque no le queda otra. La escena del bautizo, con el órgano sonando mientras los enemigos caen uno a uno, es de esas que te dejan mudo. No es solo violencia, es un réquiem por lo que Michael pudo ser y ya no será. ¿No nos pasa un poco eso a todos? Queremos escapar de algo, pero el destino nos jala de la camisa y nos dice: “Aquí te quedas”.
La música de Nino Rota es otro personaje. Ese vals triste que suena como si alguien estuviera llorando en un rincón, pero con dignidad. Te hace pensar en tardes de domingo, en fotos en blanco y negro, en promesas que se rompieron sin hacer ruido. Y qué decir de los detalles: el aceite brillando en los platos de pasta, el humo de los cigarros, las puertas que se cierran como si fueran un punto final. Coppola no filma, teje. Teje una historia que es tan siciliana como universal, tan de 1945 como de hoy.
El Padrino no es una película sobre mafiosos, aunque lo parezca. Es sobre lo que hacemos por los nuestros, sobre cómo el amor y el deber se enredan hasta que no sabes cuál es cuál. Es sobre el peso de las decisiones que tomamos en la penumbra, cuando nadie nos ve. La vi por primera vez un sábado en la noche, con una tele vieja que zumbaba, y desde entonces no he podido sacármela del alma. Es de esas cosas que te marcan, como un tatuaje que no pediste pero que ya forma parte de ti
Y luego vino la saga, ese eco que no se apaga. El Padrino II (1974) es un milagro, una de esas secuelas que no solo igualan, sino que a veces superan. Robert De Niro como el Vito joven es un puñetazo al pecho: callado, feroz, con esa mirada de quien sabe que el mundo no regala nada. La película te lleva de la mano entre dos tiempos: el ascenso de Vito y la caída de Michael. Es como ver a un padre construir un castillo y a su hijo quemarlo sin querer. La escena de Fredo en el bote, con el lago helado y el disparo que no vemos, es de esas que te hacen apretar los dientes. “Te quise como a un hermano”, le dice Michael, y uno piensa en las veces que el amor y el rencor se nos enredaron en la garganta.
El Padrino III (1990) llegó tarde, como un pariente que aparece cuando la fiesta ya se acabó. No es perfecta, y muchos la miran con recelo, pero tiene su alma. Michael, ya viejo, cargando culpas como si fueran piedras, buscando redención en una Iglesia que no lo absuelve. La muerte de su hija Mary en las escaleras de la ópera es un grito mudo, un final que te deja con el corazón arrugado. No es la obra maestra de las primeras, pero es un cierre humano, imperfecto, como la vida misma.
El libro y las películas son un tejido. Puzo puso la semilla, Coppola la regó, y nosotros, los que seguimos volviendo, somos los que no dejamos que se marchite. Es una saga que habla de poder, sí, pero también de lo que perdemos en el camino: la inocencia, los abrazos, las noches sin pesadillas.