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Colombia llega al cierre del 2025 con una sensación conocida: la de estar avanzando y retrocediendo al mismo tiempo, como si el país fuera una bicicleta estática pedaleando con toda la furia del mundo sin moverse del sitio. La promesa de una «paz total» —esa que sonaba bonita en el discurso— se ha fragmentado en pedazos inconexos: islas de negociación aquí, focos de guerra allá, y en el medio, millones de colombianos tratando de entender qué diablos está pasando.

Porque resulta que la paz no es un interruptor que se prende o se apaga. Es más bien como un rompecabezas de mil piezas donde las esquinas no coinciden, algunas fichas faltan y otras simplemente no pertenecen a la caja. Hoy el país navega entre procesos de paz simultáneos y teatros de operaciones militares activos, donde la línea entre quién es un actor político, quién es un narcotraficante y quién es un terrorista se ha vuelto tan borrosa que depende más de quién esté dispuesto a sentarse a conversar que de lo que realmente hagan en el terreno.

Tomemos el caso de Iván Mordisco. El tipo es el líder de una facción disidente de las FARC que decidió no creerle al cuento del Acuerdo de Paz. Las Fuerzas Militares están en plena ofensiva contra su estructura, con un objetivo que suena sencillo en el papel pero que en la práctica es como caminar sobre vidrios: debilitarlo o forzar su rendición sin que el operativo se convierta en una catástrofe humanitaria que le estalle en la cara al Estado. Porque en Colombia, uno no puede simplemente ir y bombardear sin calcular las consecuencias. Cada operación militar carga el peso de los civiles atrapados en medio, de los desplazamientos forzados, de las acusaciones internacionales. Y si algo sale mal, si hay víctimas inocentes o comunidades enteras huyendo en estampida, entonces la narrativa cambia: el Estado pasa de combatir a los malos a convertirse en victimario. Así de frágil es el equilibrio.

Mientras tanto, en las ciudades, la cosa no está mucho mejor. Medellín, esa ciudad que durante años ha sido el símbolo de la transformación urbana, de la resiliencia paisa, de cómo un lugar puede reinventarse después de la pesadilla del narcotráfico, ahora camina sobre un cable delgadísimo. La paz urbana que tanto costó construir pende de un hilo porque, no hay un marco jurídico claro que garantice el sometimiento definitivo de las estructuras criminales. El Congreso, ese edificio donde las leyes se cocinan a fuego lento o se queman por completo, no ha logrado aprobar un instrumento jurídico que permita desactivar de raíz la violencia en las calles. Entonces lo que queda es una tregua precaria, sostenida más por la voluntad de algunos actores que por la solidez institucional. Y todos sabemos que cuando la ley no es clara, cuando no hay reglas del juego bien establecidas, lo que queda es la improvisación. Y la improvisación, en cuestiones de seguridad, sale carísima.

Porque así es como funciona esto: sin un marco legal que permita a los grupos armados urbanos entregarse y reintegrarse con garantías, sin una ruta clara que distinga entre el delincuente común y el combatiente que quiere dejar las armas, lo que tenemos es un limbo. Y en el limbo, todo vale. Las bandas siguen operando, las comunas siguen siendo territorios disputados, y la gente sigue teniendo miedo de salir a ciertas horas o de cruzar ciertas calles.

El problema de fondo es que Colombia se acostumbró a vivir en este estado permanente de indefinición. Hoy no tenemos una guerra declarada, pero tampoco tenemos paz. Tenemos zonas donde el Estado negocia, zonas donde el Estado combate, y zonas donde el Estado simplemente no está. Y en ese mapa fragmentado, la coherencia brilla por su ausencia. ¿Cómo le explicas a un campesino del Cauca que allá se está negociando con un grupo, pero acá se está bombardeando a otro que hace exactamente lo mismo? ¿Cómo le dices a un habitante de una comuna en Medellín que su seguridad depende de que el Congreso se ponga las pilas y apruebe una ley que lleva meses empolvándose en algún escritorio?

Lo irónico es que todos estos procesos, estas negociaciones, estas ofensivas militares, coexisten en el mismo país, al mismo tiempo. Es un archipiélago de realidades paralelas donde cada isla tiene sus propias reglas. Y mientras tanto, la sociedad civil, esa que no está armada ni sentada en una mesa de diálogos, mira todo esto con una mezcla de esperanza, escepticismo y cansancio. Porque al final del día, lo que la gente quiere no es discursos grandilocuentes ni titulares optimistas. Lo que la gente quiere es poder salir a trabajar sin miedo, que sus hijos vayan a la escuela sin esquivar balas, que las carreteras no estén bloqueadas por grupos armados.

Colombia cierra el 2025 con más preguntas que respuestas. Con la sensación de que la paz es una obra en construcción perpetua, donde cada ladrillo que se coloca viene acompañado de dos que se caen. Donde el enemigo de ayer puede ser el interlocutor de mañana, y donde las categorías de «bueno» y «malo» dependen más de la coyuntura política que de los hechos concretos. Y mientras tanto, los Mordisco siguen ahí, las bandas urbanas siguen operando, y el Congreso sigue sin aprobar las leyes que podrían, quizás, empezar a cambiar las cosas.

La paz total resultó ser un nombre bonito para algo mucho más complicado y mucho menos romántico: la gestión permanente del conflicto. Y en esas estamos

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