Ella me escuchó como si no hubiera nadie más en el planeta. Tenía esa forma de mirar que no interrumpe, que no pesa, que apenas roza. Le dije que en las tardes de lluvia me buscaba a mí mismo. O a mi sombra. O a nadie. No sé.
Nos vimos en una cafetería pequeña con nombre de película francesa. El letrero estaba medio roto y las tazas eran desparejas, como si cada persona se llevara una parte del lugar. Ya estaba ahí cuando llegué. Llevaba una chaqueta negra. Tenía las manos alrededor de un pocillo, como si sostuviera una promesa, que tal vez sí.
Sus ojos. Sus manos bien cuidadas. Sus uñas rojo intenso. Sus labios rojo inmenso. Su sonrisa. Sobre todo, esa sonrisa que iluminaba todo, incluso mi dolor y cada poro oscuro.
—¿Cómo supiste que vendría? —le pregunté.
—No lo supe. Solo vine. A veces hay que quedarse quieta en el sitio donde uno quiere que algo suceda.
Hablamos de todo y de nada y supe entonces que estábamos destinados a ser, sin importar lo que pasara. No hubo prisa ni palabras en montonera. Construimos una charla llena de silencios, sintiendo sólo el latido y la presencia. Un café deslactosado y un capuchino rebosante. En un descuido, nos rozamos con las manos. Magia. O pura alquimia. Una danza de pausas, un diálogo de quietudes y sosiegos porque ninguno estaba en busca de respuestas.
Nos reímos. Nos reímos mucho, como si la risa fuera un producto de descuento que ya se va a acabar. Nos reímos. Nos reímos mucho y sin motivo como se ríen los amantes que saben que no tendrán mañana. Nos reímos. Nos reímos mucho, con una mueca cómplice y efímera. Nos reímos. Nos reímos mucho y al final sellamos todo con un beso. El único. El último. El definitivo para un amor inevitable.
—¿Nos volveremos a ver? —pregunté.
—Eso depende del destino—respondió. A veces hay que sanar o solo saber estar herido sin escupirle sangre a los demás.
Y se fue. Caminando bajo la lluvia como si la ciudad la reconociera. Siempre llueve cuando la ciudad quiere tocarte con delicadeza. Y entonces recordé a Sabines: “Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable”.
Afuera el pasto tiritaba y Rufino, un perro callejero, corría enloquecido tras el carro que recoge la basura. Me desperté y no, ella no fue, nunca pasó, aunque mi herida ya no estaba.