En las calles polvorientas de Rocafonda, un barrio humilde en Mataró, donde el sol parece negociar con las sombras para repartir su luz, nació un relámpago. No uno de esos que anuncian tormentas, sino uno que ilumina, que encandila, que hace que el mundo gire la cabeza. Lamine Yamal Nasraoui Ebana, un nombre que suena a mezcla de culturas, a viaje transatlántico, a raíces que se entrelazan como los regates que hoy deslumbran en los estadios. A sus 17 años, este chico no solo juega al fútbol: lo reinventa, lo acaricia, lo hace suyo con una insolencia que roza lo poético.
Hijo de Mounir Nasraoui, marroquí, y Sheila Ebana, ecuatoguineana, Lamine es un símbolo de la España moderna, esa que se mira al espejo y ve colores, historias, luchas. Su nombre, que significa «honesto» y «belleza» en árabe, parece una profecía. Porque hay algo profundamente sincero en su juego: no miente, no disimula. Cuando coge el balón, el césped se convierte en un lienzo, y él, con sus botas como pinceles, pinta jugadas que desafían la lógica. ¿Cómo es posible que un adolescente tenga esa calma, esa visión, esa osadía? La respuesta, quizás, está en Rocafonda, en el código postal 304 que lleva tatuado en los dedos cada vez que celebra un gol.
Lamine irrumpió en el FC Barcelona como un cometa, a los 15 años. Debutó en 2023 contra el Real Betis, y desde entonces, no ha parado de romper récords. Es el más joven en marcar en La Liga, en asistir en la Champions, en ganar una Eurocopa con España. Ha jugado 100 partidos con el Barça, ha marcado 26 goles y repartido 42 asistencias, números que harían sonrojar a cualquier veterano. Pero no son solo los números: es la forma en que lo hace. Frente a Inter de Milán, en las semifinales de la Champions, rescató a su equipo de un 2-0 en contra con un golazo y un recital de regates que dejó boquiabierto hasta al mismísimo Simone Inzaghi, quien lo llamó «un talento que aparece cada 50 años».
Y sin embargo, Lamine no quiere ser el nuevo Messi. Lo ha dicho una y otra vez, con esa mezcla de humildad y descaro que lo define: «No me comparo con él. Quiero ser Lamine Yamal». Y qué bueno que así sea, porque el mundo no necesita otro Messi: necesita un Yamal. Uno que, con el pelo teñido de rubio inspirado en Goku, desafía a los críticos, a los rivales, incluso al mismísimo rey de España con un «dap» en lugar de un apretón de manos. Porque Lamine es de su tiempo, de su generación, de TikTok y de los 180 millones de vistas, pero también de la calle, de la lucha contra la discriminación, de la lealtad a sus orígenes.
Pero más allá de los trofeos, de las portadas, de las comparaciones inevitables con los grandes, lo que hace especial a Lamine es su humanidad. Es el chico que vuelve a Rocafonda, que no olvida el barrio que lo vio crecer. Es el símbolo de los que luchan contra el racismo, de los que demuestran que el talento no entiende de fronteras. Es el adolescente que, tras un apagón en la península, se queda en la Ciutat Esportiva porque no sabe qué hacer en casa sin luz. Es, en fin, un relámpago que no solo ilumina el fútbol, sino también las vidas de quienes lo ven.
Lamine Yamal Nasraoui Ebana no es solo un futbolista. Es una promesa, un desafío, una celebración. Y mientras el mundo se pregunta si ya es el mejor, él sigue corriendo, regateando, soñando. Porque en Rocafonda, los relámpagos no piden permiso: simplemente brillan.