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Las raíces de un conflicto

Hay conflictos que parecen eternos, como si hubieran nacido con el mundo mismo. El enfrentamiento entre israelíes y palestinos es uno de esos dramas que, por repetirse tanto en las noticias, terminamos dando por sentado sin entender realmente de dónde viene tanta sangre derramada. Pero la verdad es que esta tragedia tiene fecha de nacimiento, y conocer su historia es quizás la única manera de entender por qué, más de un siglo después, sigue desangrando a Medio Oriente.

La cosa empezó mucho antes de que existiera Israel como país, incluso antes de que los tanques y los cohetes definieran el paisaje de Gaza y Cisjordania. Para encontrar el origen de todo hay que viajar al siglo XIX, cuando dos pueblos diferentes, por razones completamente distintas, empezaron a reclamar el mismo pedazo de tierra que entonces se llamaba Palestina.

A finales del siglo XIX, esa región que hoy conocemos como Israel y Palestina era apenas una provincia más del decadente Imperio Otomano. Por allí vivían unos 700.000 árabes —cristianos y musulmanes en su mayoría— que se ganaban la vida cultivando la tierra. Eran los fallahīn, campesinos que habían echado raíces en esos pueblos durante siglos, con sus mezquitas, sus iglesias y sus tradiciones bien establecidas.

También había judíos, claro, pero pocos: apenas unos 20.000, concentrados principalmente en las ciudades santas como Jerusalén y Hebrón. Llevaban generaciones viviendo ahí, eran ciudadanos otomanos como cualquier otro, y la verdad es que no había mayores roces entre las comunidades. La violencia que vemos hoy no es ancestral ni inevitable: es hija de circunstancias históricas muy específicas.

Pero en Europa, por esos mismos años, estaba cuajando algo que cambiaría todo: el sionismo.Theodor Herzl no era un visionario iluminado ni un fanático religioso. Era un periodista austriaco que había cubierto el caso Dreyfus en Francia y había visto de cerca cómo el antisemitismo podía destruir la vida de un hombre inocente. Los pogromos en Rusia, las humillaciones cotidianas, la inseguridad permanente: todo eso convenció a Herzl y a muchos otros de que los judíos necesitaban un lugar propio donde no fueran eternos extranjeros.

En 1897, en el primer Congreso Sionista, eligieron Palestina como destino. No porque fuera un desierto vacío —como algunos dirigentes sionistas dijeron después— sino porque era la «tierra prometida» de la Biblia, el lugar donde había existido un reino judío hacía dos mil años.

Las primeras oleadas migratorias, las famosas Aliyot, trajeron entre 1882 y 1914 unos 75.000 judíos europeos. Pero estos nuevos inmigrantes no venían como los judíos tradicionales de la región, que se integraban a la vida otomana. Llegaron con una ideología nacionalista clara: querían crear una sociedad exclusivamente judía, hablaban en hebreo —una lengua que llevaba siglos siendo solo litúrgica— y compraban tierras con la idea de no emplear mano de obra árabe.

No es que fueran necesariamente malvados. Es que su proyecto, por necesidad, excluía a quienes ya estaban ahí.Los palestinos no se quedaron de brazos cruzados. Desde finales del siglo XIX, intelectuales y periodistas árabes empezaron a escribir con alarma sobre la colonización sionista. No se oponían por antisemitismo religioso, sino porque veían —correctamente— que el proyecto sionista implicaba su desplazamiento.

El problema es que el liderazgo palestino de entonces estaba fragmentado entre familias de notables que muchas veces preferían negociar con las potencias extranjeras antes que organizar una resistencia popular coherente. Los al-Husayni, los Nashashibi y otros clanes dominaban la política local, pero no lograban articular una respuesta unificada a lo que se venía encima.

Si hay un culpable claro de haber prendido la mecha del conflicto, ese es el gobierno británico. Durante la Primera Guerra Mundial, los ingleses hicieron algo que raya en la irresponsabilidad criminal: prometieron la misma tierra a dos pueblos distintos.

Primero, en la correspondencia McMahon-Hussein de 1915-1916, les prometieron a los árabes un gran estado independiente si se rebelaban contra los otomanos. Los árabes entendieron que Palestina estaba incluida en esa promesa.Después, en 1917, publicaron la Declaración Balfour, donde apoyaban «el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío». Los sionistas lo vieron como un respaldo político sin precedentes.Y como si fuera poco, en secreto habían firmado el acuerdo Sykes-Picot con Francia, repartiéndose el Medio Oriente como si fuera una torta de cumpleaños.

Cuando terminó la guerra y los árabes descubrieron la traición, ya era demasiado tarde. Gran Bretaña recibió el Mandato sobre Palestina de la recién creada Liga de Naciones, y se encontró administrando un territorio donde había prometido cosas incompatibles a dos pueblos que empezaban a odiarse.

Entre 1920 y 1948, Palestina bajo administración británica se convirtió en una olla de presión. La inmigración judía siguió llegando: 35.000 en la Tercera Aliyá, 82.000 en la Cuarta, y casi 300.000 en la Quinta Aliyá, empujada por la persecución nazi.

Los árabes veían cómo cambiaba la demografía y reaccionaron con violencia. Los disturbios de 1920, los de Jaffa en 1921, y finalmente la Gran Revuelta Árabe de 1936-1939 dejaron centenares de muertos. Los británicos respondieron con represión, pero no lograron calmar los ánimos.

Para 1947, Gran Bretaña estaba exhausta. La Segunda Guerra Mundial los había dejado en bancarrota, tenían problemas en India y en otras colonias, y Palestina se había vuelto ingobernable. Así que hicieron lo que hacen los imperios cuando no saben qué hacer: lavarse las manos y pasarle el problema a otro.En noviembre de 1947, las Naciones Unidas votaron la Resolución 181: partir Palestina en dos estados, uno judío y uno árabe, con Jerusalén bajo control internacional.Los judíos aceptaron el plan, aunque no les gustara completamente. Los árabes lo rechazaron categóricamente. Su lógica era simple: ¿por qué aceptar que les quitaran la mitad de su tierra para dársela a inmigrantes europeos?El plan de partición era, hay que decirlo, objetivamente injusto. Los judíos, que eran el 30% de la población, recibirían el 55% del territorio, y además el mejor: la costa mediterránea y las zonas más fértiles.

El 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurión proclamó el Estado de Israel. Al día siguiente, los ejércitos árabes invadieron. Para los israelíes, era la Guerra de Independencia, una lucha existencial por sobrevivir. Para los palestinos, fue la Nakba, la catástrofe.

Israel no solo resistió: ganó de manera aplastante. Al final de la guerra controlaba el 78% de la Palestina histórica, mucho más de lo que le había dado el plan de partición. Gaza quedó bajo control egipcio, Cisjordania bajo control jordano, y más de 700.000 palestinos habían huido o sido expulsados de sus hogares.

Los israelíes celebraron el milagro de haber derrotado a cinco ejércitos árabes. Los palestinos lloraron la destrucción de más de 500 de sus pueblos y se convirtieron en la población de refugiados más antigua del mundo.

Esa guerra de 1948 no resolvió nada: simplemente congeló el conflicto en una forma nueva. Creó las fronteras que conocemos hoy, el problema de los refugiados palestinos que sigue sin resolverse, y sobre todo, dos narrativas completamente incompatibles sobre los mismos hechos.

Los israelíes recuerdan 1948 como el año en que un pueblo perseguido durante siglos finalmente logró su autodeterminación. Los palestinos lo recuerdan como el año en que perdieron su patria y se convirtieron en extranjeros en su propia tierra.

Y ahí está el nudo del problema: ambas narrativas son ciertas. Los judíos europeos sí necesitaban un refugio seguro después de siglos de persecución culminados en el Holocausto. Los palestinos sí fueron despojados de su tierra y sus derechos. El drama es que la solución al sufrimiento de un pueblo se construyó sobre el sufrimiento del otro.

Entender eso no resuelve el conflicto, pero al menos nos ayuda a ver por qué lleva más de un siglo desangrándose. Mientras cada lado siga viendo solo su propia tragedia y negando la del otro, seguiremos viendo las mismas imágenes terribles en las noticias: niños muertos, madres que lloran, odio que se hereda como una maldición familiar.

La historia del conflicto israelí-palestino es la historia de una tragedia sin villanos absolutos, donde la justicia para unos significó la injusticia para otros. Y tal vez esa sea la lección más dura: que a veces la historia no tiene soluciones perfectas, solo compromisos dolorosos que requieren que ambos lados reconozcan el sufrimiento ajeno.

Hasta que eso no ocurra, seguiremos viendo repetirse la misma película sangrienta, con nuevos actores interpretando papeles escritos hace más de un siglo.

COMMENTS

  1. Buen resumen de este largo conflicto, aunque encuentro algunas imprecisiones. Seguramente es normal, pues cada quien explora sus fuentes de preferencia y se posiciona desde un ángulo preciso. Por vivir fuera de Colombia y tener las noticias dia a dia sobre este conflicto, especialmente post 7 de octubre, te puedo compartir una nota reciente que escribí a este respecto, sin tocar a fondo los periodos de historia que tu tratas. Conflicto que se situa mucho mas atrás. Te envío mi mail para compartir. .

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