En esta ciudad de eterno aguacero y neblina espesa, donde los cerros se pierden entre las nubes como fantasmas de piedra, las historias de aparecidos no son simple folclor. Son el alma misma de Bogotá hecha relato. Aquí, donde la modernidad se tropieza a cada paso con el pasado colonial, los espantos han aprendido a evolucionar: de las haciendas de la Sabana saltaron a las estaciones del Transmilenio, del galope de caballos ensillados al rugido de motores en la madrugada.
La Llorona llegó a estas tierras con el equipaje invisible de la conquista. No vino sola: traía en su llanto siglos de dolor mezclado, el eco de la diosa Cihuacóatl que vagaba por el lago de Texcoco con la tragedia de las mujeres que aquí perdieron todo por amor mal correspondido. En Colombia, su historia se volvió mestiza, se llenó de cafetales y ríos de montaña, pero mantuvo intacta su esencia: el castigo eterno por romper el lazo sagrado entre madre e hijo.
Los viejos de la Sabana aún la recuerdan apareciendo en las orillas del río Bogotá, cuando este todavía corría limpio y no era la cloaca putrefacta de hoy. Dicen que su llanto se confundía con el viento que baja de los cerros, ese mismo que ahora silba entre los edificios del centro y se cuela por las ventanas mal cerradas de los apartamentos de La Candelaria.»¡Ay, mis hijos!» —gritaba entonces, y grita todavía, aunque ahora su voz compita con las sirenas de las ambulancias y el ruido de los buses articulados. Porque La Llorona, como todo fantasma que se respete, ha sabido adaptarse a los tiempos. Ya no necesita río para aparecerse; le basta con cualquier charco de agua lluvia en una esquina mal iluminada del centro histórico.
Más confuso resulta el asunto de El Sombrerón —o La Sombrerona, como algunos insisten en llamarlo, aunque la precisión histórica exige aclarar que se trata de un personaje masculino, ese jinete enlutado que cabalga por las noches bogotanas desde tiempos de la Colonia. Es curioso cómo la memoria popular a veces se enreda con sus propias historias, mezclando personajes y creando híbridos narrativos que terminan siendo más ricos que las versiones originales.El verdadero Sombrerón, ese sí existe en el imaginario capitalino con la contundencia de una puerta que se cierra. Un tipo corpulento —o enano, según quien cuente la historia— vestido de riguroso luto, montado en un caballo negro como la noche, con dos perros bravos que no paran de gruñir. Su sombrero de ala ancha le tapa la cara, y esa ausencia de rostro es más aterradora que cualquier mueca diabólica.
Se aparece en La Candelaria, claro está, porque allí siempre han convergido los vicios y las virtudes de la capital. En esas calles empedradas donde hoy los universitarios beben cerveza barata y los turistas buscan el alma de García Márquez, El Sombrerón perseguía borrachos y jugadores con su grito escalofriante: «¡Si te alcanzo, te lo pongo!». Y cuando los alcanzaba, su sombrero crecía hasta cubrirlos por completo, dejándolos desmayados del susto.
Esta ciudad siempre ha sido generosa con sus fantasmas. En el barrio Las Nieves todavía se escucha el galope de La Mula Herrada, ese animal fiel que sigue buscando a su dueño jugador siglos después de su muerte, produciendo chispas con sus herraduras sobre el asfalto húmedo. Es una imagen hermosa y triste: la lealtad convertida en condena eterna.
Más perturbador resulta el caso del Duende Baltazar, ese bebé abandonado en el siglo XVIII en una casa de la Calle 13 con Carrera 5ª, cuyo espíritu sigue haciendo travesuras y asustando mujeres. Las huellas pequeñas y ensangrentadas que aparecen en paredes y pisos no son solo efectos especiales del folclor: son la marca indeleble de una sociedad que castigaba la maternidad fuera del matrimonio hasta convertirla en tragedia.
Y qué decir de Doña Trinidad Ricaurte, la madre del presidente Marroquín, que desapareció misteriosamente en 1828 de la Hacienda Yerbabuena. Su historia es fascinante porque demuestra cómo la narrativa popular puede ser más poderosa que la verdad documental. Aunque después apareciera su partida de defunción confirmando su muerte en una laguna, la leyenda del «espanto de Yerbabuena» siguió viva durante décadas. La gente prefiere el misterio a la explicación simple, porque el misterio tiene sabor a eternidad.
Pero Bogotá no es museo de aparecidos antiguos. Como cualquier ciudad que se respete, ha sabido crear sus propios espantos contemporáneos. El más inquietante es el Bus Fantasma del Transmilenio, esa ruta G66 que no existe en ningún mapa oficial pero que algunos juran haber abordado en las madrugadas. Quienes se suben, dicen, se pierden en la niebla y nunca regresan.
Es un mito perfecto para los tiempos que corren: el miedo a la alienación urbana materializado en un sistema de transporte masivo que ya de por sí produce pesadillas cotidianas. ¿Qué mejor símbolo del terror moderno que un bus que te lleva a ninguna parte en una ciudad donde millones de personas se sienten perdidas cada día?El Teatro Jorge Eliécer Gaitán también tiene lo suyo: trabajadores y vigilantes hablan de una mujer pelirroja que deambula por el sótano, de un antiguo propietario que no se ha querido ir, de presencias que hacen que los ensayos se suspendan por «razones técnicas» que nadie se atreve a explicar del todo.
Todas estas historias, desde las más antiguas hasta las recién inventadas, cumplen la misma función que cumplían los cuentos alrededor del fogón: enseñar a través del terror. La Llorona advierte sobre las consecuencias de romper los lazos familiares. El Sombrerón castiga los vicios masculinos. La Mula Herrada recuerda que la fidelidad puede convertirse en maldición. El Duende Baltazar grita las consecuencias de los secretos vergonzosos.Son lecciones morales disfrazadas de entretenimiento, un sistema de control social que funciona porque apela a los miedos más primitivos del ser humano. No necesitan policías ni jueces: les basta con la certeza de que, en algún lugar de la noche bogotana, algo terrible espera a quienes se portan mal.La ciudad ha cambiado, los miedos también, pero la estructura permanece: Bogotá sigue siendo una urbe donde lo sobrenatural convive con lo cotidiano, donde cada esquina puede ser el escenario de una aparición y cada historia de fantasmas es, en el fondo, una historia sobre nosotros mismos.
Al final, cada bogotano carga sus propios fantasmas, y la ciudad no es más que el escenario donde todos esos espantos personales se encuentran y dialogan en el lenguaje universal del miedo y la fascinación. Porque en Bogotá, como en ningún otro lugar, uno nunca camina solo por las calles: siempre lo acompañan las sombras de todos los que han pasado antes, susurrando historias que no queremos escuchar pero que tampoco podemos dejar de contar.