En la penumbra de un país que aún cargaba el peso de sus siglos, cuando los atardeceres se mecían entre el rumor de los ríos y el eco de las campanas, algo comenzó a agitarse. No era el fragor de los fusiles ni el crujir de las carretas en los caminos de herradura, sino un susurro que crecía como la brisa antes de la tormenta: el de las mujeres que, en Colombia, se negaron a seguir siendo espectadoras de su destino. Las sufragistas, con su paciencia de tejedoras y su audacia de profetas, pintaron en el ocaso una revolución silenciosa, una que no derribó puertas a golpes, sino que las abrió con la fuerza de las ideas.
Era un tiempo de claroscuros. En las ciudades, los hombres debatían en cafés y congresos, mientras las mujeres cosían, criaban y callaban, atrapadas en un guion que las quería eternamente secundarias. El voto, esa chispa que enciende la voluntad de un pueblo, era para ellas un horizonte lejano, un privilegio vedado por leyes y costumbres. Pero en esa tarde larga y densa del siglo XX, figuras como María Currea de Aya, Esmeralda Arboleda se alzaron como faros en la niebla. No venían solas; tras ellas, un movimiento, las sufragistas, se movía con la certeza de quien sabe que el tiempo, tarde o temprano, dobla las rodillas ante la justicia.
María Currea, maestra y poeta, entendió que la educación era el primer peldaño hacia la libertad; con su voz serena, sembró en las aulas la semilla de la igualdad. Esmeralda Arboleda, hecha de fuego y tinta, cruzó el umbral de lo imposible: fue abogada en un mundo de togas masculinas y senadora cuando las mujeres apenas empezaban a ser contadas. Felisa Bursztyn, desde los márgenes del arte y la rebeldía, dio forma al descontento con sus esculturas, como si moldeara en metal el grito de las silenciadas. Junto a ellas, nombres como Teresa Cuervo y Carmen de Ospina resonaron en las reuniones clandestinas, en los manifiestos que circulaban como hojas sueltas al viento.
Las sufragistas no eran un ejército de uniformes ni un coro de consignas idénticas. Eran un mosaico: liberales y conservadoras, citadinas y campesinas, todas unidas por un anhelo que ardía bajo las cenizas de la tradición. En 1932, la Unión Femenina de Colombia, liderada por estas mujeres, levantó su bandera; en 1944, el Primer Congreso Femenino en Medellín fue un trueno callado que retumbó en los oídos sordos del poder. Y cuando el 25 de agosto de 1954 el voto femenino se hizo ley, no fue un obsequio del general Rojas Pinilla, como algunos quisieron contar, sino el fruto de una lucha que había comenzado mucho antes, en las plazas de Vélez en 1853, donde las mujeres votaron por un instante antes de que el sol se apagara sobre esa ilusión.
El 1 de diciembre de 1957, las colombianas pisaron las urnas como quien pisa tierra sagrada. No era solo un plebiscito lo que marcaban con su cruz; era el fin de una penumbra, el comienzo de una luz propia. Las sufragistas habían trazado el sendero, y por él desfilaron después mujeres como María Teresa Hincapié, que llevó el arte a las calles, o Josefina Valencia, que desde el Consejo de Estado probó que el poder también tiene rostro femenino. Cada cédula era un ladrillo en la casa de una democracia más ancha, más honda.
Hoy, en este atardecer de marzo de 2025, el eco de las sufragistas sigue vibrando. Su victoria no fue el final, sino el preludio de una batalla que aún no termina, la de una igualdad que se escribe con letras temblorosas pero firmes. Ellas, con sus pasos quedos y sus miradas al frente, nos dejaron una lección: el crepúsculo no es derrota, sino promesa. En sus manos, el voto dejó de ser un murmullo para convertirse en un canto. Y en ese canto, Colombia sigue buscando su alba.