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Hubo una época en Bogotá en la que marcar 17 —y después 117— era tan natural como mirar el cielo para saber si iba a llover. No existía el smartphone que se sincroniza solo ni el Google que te recuerda hasta cuándo debiste haber salido de la casa. La hora exacta no la daban los satélites: la daba una señora seria, imperturbable, que repetía la información dos veces y colgaba sin despedirse.

Esa voz era Bogotá misma hablándote desde algún lugar secreto de la Empresa de Teléfonos. Y uno le creía. Le creía más que al reloj de la sala, más que al Casio del papá, más que a esos relojes de pared que se atrasaban misteriosamente cada quince días. Porque la señora del 17 nunca se equivocaba. Jamás. Ni siquiera los domingos a las tres de la mañana, cuando uno llamaba medio dormido tratando de entender si había pasado la noche entera o apenas empezaba la madrugada.

El servicio nació con tecnología que hoy suena a ciencia ficción: un aparato de hilos de cobre, electromecánico, que alguien tenía que calibrar a mano. Imagínense el cuento: mientras la ciudad dormía, había un técnico en alguna oficina de la ETB asegurándose de que esos hilos vibraran en el momento exacto. Porque si la hora se atrasaba, aunque fuera un minuto, el caos urbano era inevitable. Citas perdidas, buses que se iban, programas de televisión que uno juraba haber sintonizado a tiempo.

Pero entonces llegó el 31 de diciembre de 1999. Esa fecha que todos recordamos porque el mundo iba a acabarse con el Y2K y los computadores iban a enloquecer y los aviones a caerse del cielo. Nada de eso pasó, claro. Lo que sí pasó fue que la voz del 17 —que para entonces ya era 117— cambió de golpe. De la señora madura y algo regañona apareció una jovencita dulce, como de veinte años, que te decía la hora con una amabilidad sospechosa. Uno casi esperaba que agregara «que tengas un lindo día» al final.

La ETB había contratado una firma de publicidad, grabado a una actriz de voz en un estudio profesional y decidido que ese era el momento de modernizarse. El servicio ya no era analógico: ahora corría en un servidor con nombre de robot, Respuesta Inteligente de Voz, y podía atender 75 llamadas al mismo tiempo. Setenta y cinco. Como si fuera poco que la mitad de Bogotá siguiera llamando para preguntar qué hora era.

Y seguían llamando. En febrero de algún año de la década del 2000, la línea registró 852.000 llamadas. Ochocientas cincuenta y dos mil. En un solo mes. Gente que se levantaba desorientada y marcaba el 117 antes que cualquier otra cosa. Gente que tenía celular, pero no le creía a la hora que mostraba la pantalla. Porque el 117 era la verdad oficial, el patrón de medida, la voz de Dios en versión telefónica.

Porque eso era el 117: un fantasma. Un ritual. Algo que no tenía cuerpo pero que todos sentíamos presentes. Era la primera llamada del día para ajustar el despertador, la última de la noche para confirmar que no ibas tarde a dormir. Era la prueba de que Bogotá seguía funcionando, de que alguien —aunque fuera una máquina— velaba por que el tiempo de la ciudad fluyera con precisión.

Hoy todo eso suena a arqueología. Los teléfonos se sincronizan solos con torres de GPS y servidores repartidos por el mundo. Nadie llama a ningún lado para saber la hora. Ni siquiera sabemos si el 117 sigue funcionando o si la ETB lo desconectó en silencio, sin avisar, como quien apaga una luz que ya nadie necesita.

Pero para los que crecimos marcando esos tres números, la voz sigue ahí. No en los cables de cobre ni en los servidores inteligentes, sino en esa parte de la memoria donde guardamos las cosas que nos hacían sentir que el mundo tenía orden. Que alguien, en alguna parte, sabía exactamente qué hora era.

Y nos la decía. Dos veces. Sin falta.

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