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Los asesores presidenciales

Los presidentes gobiernan, y muchas de sus decisiones tienen que ver con sus asesores presidenciales, que, sospecho, no han sido tan útiles como se nos hace pensar. No creo que sea culpa de ellos. Al fin y al cabo, un presidente, cuando dirige la nave de la Nación, no busca llevarla hacia un témpano de hielo o hacia su hundimiento. Desde luego, sus asesores también procuran ejecutar sus tareas de la mejor manera posible.

Desde que tengo memoria, por lo menos en Colombia, todo presidente se encuentra con un momento crítico, en el que su poder, su cargo, tambalea. Debe ser natural que todo presidente se levante o se duerma un día con el temor de que puede perder el cargo o, peor, que se aproxima una guerra.

Al expresidente Alfonso López Michelsen un columnista, Klim, lo ponía ante las cuerdas con sus ácidos escritos, que se referían a actos de corrupción, a la evidencia de la entrada de dineros extraños, al violento paro cívico de septiembre del 77. El expresidente Julio César Turbay vivió serios aprietos cuando un comando del M-19 secuestró a varios embajadores extranjeros, incluido el de Estados Unidos. El exmandatario Belisario Betancur, empeñado en un proceso de paz con las guerrillas y en no derramar una gota de sangre, sufrió la adversidad de la toma del Palacio de Justicia por el M-19. Al expresidente Virgilio Barco le tocó sortear el narcoterrorismo de Pablo Escobar y el asesinato de candidatos presidenciales, como ocurrió con Luis Carlos Galán o Jaime Pardo Leal.

Ni hablar de lo que padeció César Gaviria cuando Escobar se voló de La Catedral y el país seguía sometido al imperio de las bombas y de los policías asesinados. Al expresidente Ernesto Samper le fue difícil gobernar con el escándalo de la entrada de los dineros del Cartel de Cali a su campaña política. El exjefe de Estado Andrés Pastrana, en su idea de alcanzar la paz con las Farc, entregó el territorio de El Caguán, los guerrilleros se aprovecharon de su inocencia y todo se fue al traste. Al expresidente Uribe le tocó la dura confrontación con Venezuela y el líder Hugo Chávez. No pocas veces, Chávez expresó su intención de ir a la guerra. “Prendan los Sukhoi”, decía, refiriéndose a los aviones rusos que su país mostraba como garantía de su poderío militar. El expresidente Juan Manuel Santos pensó en renunciar cuando perdió el plebiscito sobre los acuerdos de paz con las Farc. Al exmandatario Iván Duque le explotó el estallido social y ha sido uno de los mandatarios que más solo se ha quedado, sin apoyo de la izquierda, ni de la derecha. El presidente Gustavo Petro es quien más ha hecho énfasis en la idea de que lo quieren tumbar.

En estas crisis, siempre han estado los asesores presidenciales. El problema es la manera como está concebida esta figura. Son personas que, ante todo, viven del cargo. Saben que su puesto está en una duda permanente. Este factor, les resta libertades. No puede decirle al presidente que está rotundamente equivocado. No le puede decir que lo que se ve afuera es un desastre o es algo muy grave. El asesor, cuando el presidente le pregunta, suaviza la realidad. Muestra lo positivo y deja para las últimas líneas lo crítico, lo realmente grave.

Por eso digo que esta figura está mal concebida. Los asesores deben ser, preferiblemente, viejos experimentados, con sus problemas económicos resueltos, de las más variadas vertientes políticas y, sobre todo, que tengan la tranquilidad de decirle al presidente, sin rodeos, que está errado. Los mandatarios no necesitan asesores que les digan lo que quieren oír. Necesitan asesores que les hagan poner los pies sobre la tierra y que puedan marcharse sin temor a quedarse sin puesto o al desprestigio de perder un cargo tan importante.

Es fundamental que sean desconocidos, en lo posible. Estos asesores deben ser una membrana intocable e innombrable. Es vano exponerlos a los medios de comunicación y que terminen etiquetados como “los hombres que le hablan al presidente”, “el sanedrín del presidente”, “los hombres de hierro” o cosas así, rimbombantes y sin ninguna trascendencia profunda. Esta membrana intocable e innombrable es la que ha de tirar línea. Debe ir hacia arriba y hacia abajo con la mayor de las libertades. Tal vez así, un presidente pueda sortear mejor sus crisis. Tal vez así, un presidente despierte con menos aprensiones de que no termine su periodo y, realmente, gobierne o descubra la realidad que lo rodea.

Por Gabriel Romero Campos @gallonocturno

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