Durante siglos, la humanidad ha mantenido una relación compleja con lo inexplicable. Los milagros ocupan un lugar peculiar en esa geografía mental donde se encuentran la fe y la razón, la ciencia y la religión, la esperanza y el escepticismo. Es un territorio minado donde cada paso puede desatar una avalancha de argumentos que se remontan a los albores del pensamiento occidental.
La obsesión por clasificar lo inclasificable no es nueva. Ya en el siglo XIII, Tomás de Aquino se dedicaba a organizar los milagros con la meticulosidad de un bibliotecario celestial. Su tipología sigue siendo referencia obligada: milagros de primer grado, aquellos que desafían absolutamente las leyes naturales; de segundo grado, los que exceden las capacidades específicas de un sujeto; y de tercer grado, los que aceleran o modifican procesos naturales.
Pero no todos compartían su entusiasmo organizativo. Baruch Spinoza llegó con su lógica implacable para desmontar toda la estructura. Si Dios es la Naturaleza —argumentaba el filósofo holandés—, entonces un milagro sería una contradicción en términos, como si la realidad se contradijera a sí misma. Su panteísmo era elegante en su simplicidad: donde todo es divino, nada puede ser anti-divino.
David Hume aportó otra perspectiva, menos metafísica pero igualmente demoledora. Su argumento se basaba en la experiencia: toda la evidencia disponible sugiere que las leyes naturales son uniformes e inviolables. Por tanto, ante el reporte de un milagro, lo más racional es suponer error, engaño o exageración antes que aceptar la suspensión de dichas leyes. Era el triunfo del empirismo británico, frío como el té de las cinco.
Las religiones, por supuesto, no se quedaron de brazos cruzados ante estos embates filosóficos. Cada tradición desarrolló su propia comprensión de lo milagroso, revelando diferencias fascinantes en sus cosmovisiones.
El cristianismo situó los milagros en el centro de su narrativa. No son espectáculos para deslumbrar masas, sino señales del Reino de Dios, manifestaciones del amor divino que no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento humano. Jesús sanaba porque sí, porque la compasión divina se desborda en actos concretos. Los milagros cristianos tienen una función específica: revelar, salvar y llamar a la conversión.
El Islam adoptó un enfoque más estructurado. Distingue entre mu’yizah, los milagros proféticos destinados a validar la misión divina, y karamah, favores extraordinarios concedidos a personas piadosas. Los primeros son públicos y evidenciales; los segundos, privados y edificantes. Mohammed recibió el Corán, Moisés su bastón transformador, Jesús sus poderes curativos. Cada milagro se adaptaba perfectamente al contexto cultural de su época.
Pero quizás sea el judaísmo el que ofrece la perspectiva más matizada. La tradición hebrea distingue entre piel —la violación evidente de leyes naturales— y ness —la intervención providencial dentro del orden natural—. Esta distinción es revolucionaria: sugiere que Dios puede actuar sin necesidad de suspender las leyes físicas, simplemente orquestando coincidencias significativas.
Las tradiciones orientales aportan otra dimensión. En el hinduismo y el budismo, los milagros no son tanto intervenciones divinas externas como manifestaciones de un poder espiritual que todos los seres poseen potencialmente. Buda podía caminar sobre el agua y multiplicarse, pero despreciaba estos poderes como distracciones del verdadero camino espiritual. «No me gustan, los rechazo y los desprecio», declaraba, prefiriendo la transformación interior a la exhibición sobrenatural.
Pero tal vez el aspecto más fascinante del debate sobre milagros sea lo que revela sobre la condición humana. La necesidad de clasificar, explicar y sistematizar hasta lo más misterioso habla de una especie incapaz de aceptar el vacío explicativo. Los milagros se convierten en el campo de batalla donde se libra una guerra más profunda: entre quienes apuestan por un universo lleno de propósito y significado, y quienes prefieren un cosmos elegante pero vacío de intención.
Ambas posturas requieren actos de fe. Los creyentes en milagros apuestan a que existe más realidad de la perceptible, más significado del medible. Los escépticos apuestan a que lo visible es todo lo que hay, que la casualidad explica las coincidencias, que el universo es un accidente magnífico pero sin propósito. Ninguna de las dos posiciones puede demostrarse definitivamente; ambas son interpretaciones de la experiencia humana.
Tal vez la verdadera ironía resida en que, mientras se discute sobre milagros extraordinarios, la realidad cotidiana está repleta de maravillas que se dan por sentadas. La existencia misma del universo, el surgimiento de la conciencia desde la materia inerte, la capacidad humana para el amor y la creatividad: fenómenos tan asombrosos que su familiaridad los vuelve invisibles.