Un milagro suele definirse como un hecho extraordinario y maravilloso que puede no tener explicación. Todos, siempre y en algún momento, andamos en busca de uno para arreglar lo que nos pasa, para enderezar lo que sucede o para encauzar lo que nos duele.
Los que creemos en Dios esperamos con ansías que intervenga. Los que le apuntan al positivismo lo proclaman, otros se lo piden al universo, a la madre naturaleza, a la pacha mama. Y así.
Sin embargo, puede pasar que nunca pasen o, tal vez, que siempre pasen y no seamos capaces de entenderlos, porque los milagros generalmente moran en las cosas simples, en la vida cotidiana, en el amanecer que vemos cada día, en el pájaro que canta, en la lluvia que nos moja, en el amor que recibimos, en ese cuerpo que nos excita si nos toca, en la lágrima que sana, en el orgasmo que sentimos, en la idea que atropella, en el pan duro que alimenta y en la agüita de panela que calma nuestra sed.
Puede pasar que nunca pasen o, tal vez, que siempre pasen y no seamos capaces de entenderlos
Milagro es respirar todos los días, amar hasta morir y recomenzar las veces que se pueda- o que se quiera- mirarnos cada mañana en los espejos, la felicidad de ver los hijos cómo vuelan. Es el fútbol, la música, el cine o los libros, el sentirte elegida cada día, los perdones que nos damos y por supuesto, la tranquilidad de dar las gracias, lo que siempre termina convertida en bendición.
También, son las veces que caemos, los errores cometidos, las crisis que nos hunden, los resbalones y deslices, los descuidos y omisiones, porque todas nos enseñan. Milagro es el olor a pan caliente, el aroma del tintico en las mañanas, las papitas chorreadas con hogao, el helado de macadamia con almendras y las chocolatinas Jumbo Jet que le robo a mi pareja.
Milagro es ser milagro y darnos cuenta cada día…