Hay cosas que uno no escoge. Como el acento, por ejemplo. O esa manía de decirle «tinto» al café. Tampoco se escoge esa memoria involuntaria que se activa cuando uno muerde un Chocoramo y, sin querer, vuelve a tener siete años, saliendo del colegio con las medias torcidas y la camisa por fuera.
Rafael Molano y su esposa Ana Lucía Camacho arrancaron en 1950 haciendo ponqués en su casa, con recetas de esas que se pasan de madre a hija, escritas en cuadernos viejos con manchas de mantequilla. Catorce años después, en 1964, un préstamo bancario les permitió industrializar lo que hasta entonces era casi artesanía. El Ponqué Ramo fue lo primero. El Chocoramo vino después, y nadie imaginó que terminaría comiéndose más del 80% de las ventas de toda la compañía.
Hoy se venden entre 187 y 219 millones de Chocoramos al año. Son 22.000 unidades cada hora. Cada maldita hora. Uno puede estar durmiendo, o atascado en un trancón, o perdiendo el tiempo en una reunión de Zoom, y en ese preciso instante hay 22.000 Chocoramos cambiando de manos en algún lugar de Colombia.
Y aquí está lo raro: cuando el gobierno les metió un impuesto del 10% a los ultraprocesados en 2023, que subió al 15% en 2024 (y que va camino al 20% en 2025), uno pensaría que la gente empezaría a pensárselo dos veces antes de comprar. Pero no. Las ventas crecieron un 17.5%. Como si el Chocoramo no fuera solo un ponqué cubierto de chocolate, sino algo más visceral. Un ritual. Una necesidad que está por encima de la lógica económica.
La explicación tiene que ver con eso que los tipos de mercadeo llaman «capital emocional» pero que en la vida real es mucho más simple: el Chocoramo sabe exactamente igual que hace cincuenta años. El mismo empaque naranja. El mismo logo. Ramo ha exportado el Chocoramo a doce países, casi todos con comunidades grandes de colombianos: Estados Unidos (sobre todo Florida), España, Canadá, Australia, Chile. En 2024 volvieron a Venezuela, porque la nostalgia también cruza fronteras. Pero exportar un producto horneado no es fácil. No es como mandar una bolsa de dulces. Tiene fecha de vencimiento, necesita cuidados, logística rápida. Es un producto diseñado para el impulso, para comprarlo hoy y comérselo ya, no para guardarlo tres meses en una bodega.
Mientras tanto, al otro lado del ring —aunque no hay ring, porque en realidad se volvieron aliados— está Colombina con su Bon Bon Bum. Que tampoco es cualquier cosa.
Hernando Caicedo fundó Colombina en Cali en 1927, pero el Bon Bon Bum llegó en los años setenta con una idea que ahora parece obvia pero que en su momento fue revolucionaria: un bombón duro con chicle adentro. Dos productos en uno. Dulce primero, chicle después. En un año, las ventas de la empresa se triplicaron. Y el Bon Bon Bum se convirtió en el nombre genérico de toda una categoría de dulces en Colombia, como pasó con Gillette y las cuchillas de afeitar.
Hoy, Colombina vende dos mil millones de Bon Bon Bums al año. En más de noventa países. Dos mil millones. Es una cifra que uno tiene que leer dos veces porque no parece real. Guatemala, Chile, Bolivia, Angola, Madagascar, la República Democrática del Congo. Lugares donde nadie tiene ni idea de dónde queda Cali pero donde todo el mundo conoce ese bombón con el palito rojo.
La diferencia con el Chocoramo es que el Bon Bon Bum sí viaja fácil. No se daña. No necesita refrigeración. Se puede meter en un contenedor y mandarlo por barco a cualquier rincón del planeta sin mayor drama. Y Colombina ha sabido jugar esa carta: mercados emergentes, países no tradicionales, sitios donde las multinacionales grandes ni siquiera voltean a mirar.
Pero también ha hecho algo que el Chocoramo no puede darse el lujo de hacer: evolucionar. Nuevos sabores. Colaboraciones con Tajín, con Manzana Postobón. Patrocinios de e-sports. Embajadores jóvenes como los pilotos David Alonso y Sebastián Montoya. La Copa Bon Bon Bum de fútbol juvenil. Todo para que los niños de ahora sientan que el Bon Bon Bum es de ellos, no solo de sus papás.
Y entonces pasó algo inesperado: Ramo y Colombina, los dos gigantes del dulce colombiano, decidieron juntarse. Literalmente. Lanzaron un helado de Chocoramo hecho por Colombina, y antes del anuncio oficial armaron una campaña publicitaria que parecía un coqueteo. Vallas en la calle donde una marca le tiraba los perros a la otra. La gente se volvió loca. Los memes, los comentarios, la especulación. Cuando finalmente anunciaron el producto, ya todo el mundo estaba hablando de eso.
Fue inteligente. Dos marcas que juntas suman casi ciento cincuenta años de historia, que están metidas en la médula de cualquier colombiano, decidieron aliarse en lugar de competir. Y no fue solo por romanticismo corporativo. Fue defensa. Porque afuera están las multinacionales, los impuestos cada vez más altos, los márgenes cada vez más apretados. Y si algo ha demostrado la historia de estas dos empresas es que la nostalgia es un negocio serio. Que a veces lo que la gente quiere no es innovación, sino que las cosas sepan como siempre.
Uno puede cambiar de ciudad, de trabajo, de pareja. Puede dejar de creer en muchas cosas. Pero el Chocoramo va a seguir sabiendo igual. Y el Bon Bon Bum va a seguir teniendo ese momento en el que uno se pregunta si se come el dulce rápido para llegar al chicle o si lo chupa despacio para que dure.
Son decisiones pequeñas. Pero de esas que, al final, terminan definiendo lo que significa haber crecido en Colombia.
