Hasta que un día lo entendí. Me pasé la vida entera creyendo que los demás tenían la obligación de entenderme, de alcanzar a percibir todo lo que yo hacía o decía, incluso de estar de acuerdo, como si la ilusión de ser comprendido fuera un derecho inalienable. Y no.
Mi ego, mi arrogancia, mi soberbia absoluta quedaban reflejadas en una frase sencilla. Dos palabras que me definían. Dos palabras que reflejaban lo que era o lo que soy. Dos palabras que le ponen- aún hoy- una cerca a mi existencia ¿Me entiendes? Con solo decirlas y como una suerte de magia inexplicable, los otros debían adentrarse en mi cabeza, explorar mis ojos y mis miedos, mis sueños y mis rotos, mis alegrías y mis taras, mis rabias y mis odios, mi dolor y mi esperanza para llegar a comprender lo que pasaba por ahí.
Hasta que un día la vida misma me dijo lo mismo ¿Me entiendes? Y entonces caí en cuenta. Los demás son los demás y cada quien entiende lo que le venga en gana o lo que pueda. O lo que quiera. Con sus ojos y sus miedos, sus sueños y sus rotos, sus alegrías y sus taras, sus rabias y sus odios, su dolor y su esperanza. El otro siempre será un misterio, una libertad que no puedo controlar.
Decía y digo cosas- que a veces ni yo mismo entiendo- y lo doy por entendido. Los otros escuchan – que a veces ni ellos mismos entienden- y lo dan por sabido. Y así vamos creando un gran galimatías, una confusión, un caos, donde todos terminamos por perder. Y es que el decir y el escuchar, el saber y el entender tienen que ver con el cariño y el amor, con la voluntad y la osadía de querer urdir un hilo un hilo que nos una.
Por eso, no me queda más, no nos queda más, que hacernos entender, que no es lo mismo que intentarlos convencer porque como decía Saramago “el trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”. Tal vez todo se trate de construir puentes, no para someter, sino para invitar al otro a mirarme, a su modo, a su tiempo. Se trata de pintar un universo con una inmensa puerta o con una grieta chiquitica donde quepan los demás para que se asomen a observarme, para que me balconeen y escudriñen, para que me hociquen y examinen, para que me merodeen y recorran y se queden a vivir en mi, si les da la puta gana o se vayan de mi vida sin remedio.
Entonces, en este delicado baile de almas, descubrí que hacerme entender es un acto de fe, un susurro al viento que no exige eco. Es trazar un sendero, dejar una puerta entreabierta, ofrecer un destello de mi mundo sin esperar que el otro lo habite. Es tan solo, ofrecer una ventana rota por donde pueda colarse su mirada…