Mariana tiene 55 años, un esposo que la llama «pequeña» aunque ya no la mira a los ojos, dos hijos que se fueron de casa pero siguen mandándole memes por WhatsApp, y una carrera que cualquier mujer envidiaría: gerenta de una multinacional, de esas que llegan a reuniones con tacones que suenan como tambores de guerra. Es feminista, claro, de las que leyeron a Beauvoir en la universidad y luego se pelearon con sus amigas por el aborto en los 90. Siempre fue la que alzaba la voz, la que organizaba marchas, la que decía «las mujeres podemos todo». Y lo hizo. Lo tuvo todo. O eso parecía.
Pero a los 55, Mariana se miró al espejo una mañana y dijo: «Ya basta». No era el cansancio de las arrugas que empezaban a ganarle terreno ni el pelo que ahora teñía cada tres semanas porque las canas eran más tercas que ella. No. Era algo más hondo, algo que llevaba años susurrándole al oído mientras ella lo callaba con ruido: trabajo, cenas familiares, series de Netflix con su marido en un sofá que olía a rutina. Mariana era lesbiana. Siempre lo supo, pero lo guardó en una caja bajo llave, como quien esconde un diario de la adolescencia.
Ella se casó a los 28 porque era lo que tocaba. Jorge era bueno, un tipo decente que le llevaba café a la cama y le decía «tranquila, yo manejo» cuando llovía. Tuvieron a Sofía y a Nicolás, y Mariana se convenció de que el amor era eso: estabilidad, risas en Navidad, una hipoteca a 20 años. Pero en el fondo, siempre hubo un eco. Las miradas furtivas a las amigas de la universidad, el corazón que se le aceleraba viendo a Salma Hayek en Frida, las noches en que soñaba con una mujer sin rostro que la abrazaba y la entendía como Jorge nunca pudo.
A los 55,en plena atardescencia, Mariana decidió que ya no quería seguir mintiendo. No fue un drama de telenovela, no hubo gritos ni platos rotos. Fue una tarde de sábado, con el sol colándose por la ventana de la sala. Jorge estaba viendo fútbol, ella tomaba un café frío que llevaba media hora en la mesa. «Jorge», dijo, «tengo que contarte algo». Él levantó la vista, esperando otra discusión sobre quién olvidó pagar la luz. Pero Mariana respiró hondo y lo soltó: «Soy lesbiana. Siempre lo he sido. Y no voy a seguir viviendo como si no lo fuera».
Jorge parpadeó, mudo, como si le hubieran cambiado el canal a mitad del partido. «¿Qué?», dijo al fin, porque los hombres como Jorge siempre necesitan que les repitan las cosas grandes. Mariana no se inmutó. «Que me gustan las mujeres. Que voy a salir del clóset. Que no te estoy pidiendo permiso, te estoy avisando». Y así, con la misma calma con la que pedía un ascenso en la oficina, desarmó 27 años de matrimonio.
Los hijos fueron otro rollo. Sofía, de 25, la abrazó y le dijo: «Mamá, qué valiente, te amo». Nicolás, de 23, se rascó la cabeza y soltó: «O sea, ¿vas a tener novia? Qué raro, pero está bien». Mariana se rio, porque en el fondo sabía que sus hijos eran más modernos que ella, aunque a veces le mandaran memes machistas por error.
Salir del clóset a los 55 no es como a los 20. No hay fiestas con glitter ni hashtags en Instagram. Es más bien un silencio que se rompe poco a poco. Mariana empezó a salir con Laura, una profesora de yoga de 48 años que conoció en un taller de meditación al que fue «por curiosidad». Laura tiene el pelo corto, una risa que parece un río y una manera de mirarla que hace que Mariana se sienta de 17 otra vez. No es perfecto: hay días en que Mariana se pregunta si valió la pena tirar su vida anterior por la ventana, días en que Jorge le escribe «te extraño» y ella duda. Pero entonces Laura le toma la mano, y Mariana piensa: «Sí, esto es lo que quería».
En la oficina, sigue siendo la jefa implacable. En las marchas feministas, ahora lleva una bandera arcoíris que antes no se atrevía a tocar. Y en su casa, que ahora comparte con Laura y un gato gordo que adoptaron, Mariana se siente libre. A los 55, cuando todos esperaban que se jubilara de vivir, ella apenas está empezando