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Opinión pública: el fantasma que gobierna

¿Qué es, en su esencia, esa entelequia que llamamos «opinión pública»? Es un concepto tan ubicuo como escurridizo, un murmullo colectivo que, a veces, se convierte en un grito ensordecedor capaz de cimbrar los cimientos de lo establecido.

No es la suma aritmética de lo que usted, yo o el vecino pensamos, no. La opinión pública es una corriente subterránea, una tendencia o preferencia que, sea percibida o real, habita en el pulso de una sociedad, de un grupo humano significativo. Se teje con hilos invisibles de intereses compartidos, de preocupaciones comunes, de sueños anhelados y temores latentes. Se manifiesta en el rumor de las redes, en el grito de una protesta, en la elección de un voto, en la inclinación de una encuesta. Es la voz difusa del «demos», esa que en las democracias, se erige como juez y parte en el gran teatro de la política y el destino común. La opinión pública no es estática; es un río caudaloso que se adapta a las crecidas de la información, a los diques de la desinformación y a los meandros de los debates. Los medios, las redes sociales, los líderes de opinión, todos ellos son los molinos que, con sus aspas, agitan o calman sus aguas.

El arquitecto de un espejismo

Si hemos de señalar a un pionero, el faro que iluminó por primera vez este concepto en su acepción moderna, ese sería el ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Fue alrededor de 1750, en su provocador «Discurso sobre las ciencias y las artes», donde el filósofo suizo le dio cuerpo a la expresión «opinión pública», otorgándole un peso y una relevancia que hasta entonces eran apenas intuiciones dispersas. Ciertamente, otros antes que él, como el inglés John Locke, habían coqueteado con nociones similares, hablando de una «ley de la opinión». Pero fue en el fragor de la Ilustración, con el albor de las ideas democráticas, que la opinión pública emergió como un actor central en la escena política y social.

Walter Lippmann, el periodista y político comentarista estadounidense cuya carrera se extendió por 60 años, fue famoso por estar entre los primeros en introducir el concepto de la Guerra Fría, pero su legado más duradero quizás sea haber desentrañado, en 1922, la naturaleza ilusoria de aquello que llamamos opinión pública. En su libro «Public Opinion», Lippmann no inventó el concepto, pero sí lo diseccionó con la precisión de un cirujano y la claridad de un escéptico.

«La Opinión Pública» de Lippmann, publicado en 1922, se centra en las técnicas de creación y difusión de noticias apenas después de la conclusión de la Primera Guerra Mundial. Era un momento propicio para el análisis: el mundo acababa de vivir la primera guerra mediática de la historia, donde la propaganda había demostrado su poder para moldear las percepciones masivas y dirigir las emociones colectivas.

La Paradoja Fundamental

Lippmann planteó una paradoja que sigue siendo válida un siglo después: las personas que manifiestan opiniones públicas pueden definir los actos humanos, pero sus opiniones no ejecutan esos actos. Es decir, la opinión pública tiene poder de influencia pero no de ejecución. Es como un fantasma que puede mover objetos pero no puede tocarlos directamente.

Esta distinción es crucial para entender por qué políticos, empresarios y líderes sociales viven obsesionados con «leer» la opinión pública, pero al mismo tiempo la manipulan constantemente. No es que sean necesariamente cínicos —aunque algunos lo sean—, sino que entienden intuitivamente que la opinión pública es tanto un fenómeno real como una construcción artificial.

El Estado de Opinión vs. La Opinión del Público

Aquí conviene hacer una pausa para distinguir tres conceptos que a menudo se confunden: la opinión pública, el estado de opinión y la opinión del público. No son sinónimos, aunque los usemos como si lo fueran.

La opinión del público es la más simple de entender: son las opiniones que efectivamente tienen las personas sobre diversos temas. Si hacemos una encuesta y preguntamos qué piensan los ciudadanos sobre el matrimonio igualitario, obtendremos la opinión del público. Es empírica, medible, cuantificable.

El estado de opinión es más sutil. Se refiere al clima general de las ideas en un momento determinado, a la atmósfera intelectual y emocional que prevalece en una sociedad. Es lo que algunos sociólogos llaman «el espíritu de la época». No necesariamente coincide con lo que dice la mayoría en las encuestas, porque incluye intensidades, silencios, tendencias emergentes y corrientes subterráneas de pensamiento.

La opinión pública, en cambio, es algo más complejo y problemático. Es la síntesis que los medios, los políticos y las élites hacen de las opiniones del público y del estado de opinión, pero filtrada a través de sus propios intereses, prejuicios y marcos interpretativos. Es una construcción que pretende representar «lo que piensa la gente», pero que en realidad es una versión procesada, editorializada y frecuentemente distorsionada de lo que realmente piensa la gente.

¿Para Qué Sirve? ¿Existe Realmente?

La pregunta sobre la utilidad de la opinión pública admite respuestas múltiples. Desde una perspectiva práctica, sirve como mecanismo de legitimación del poder en las democracias. Los gobernantes necesitan justificar sus decisiones alegando que responden a la voluntad popular, y la opinión pública les proporciona esa coartada.

También funciona como instrumento de control social. Cuando los medios afirman que «la opinión pública está indignada» por algún comportamiento, están estableciendo normas de conducta y sancionando desviaciones. La opinión pública se convierte así en una forma moderna del panóptico de Bentham: todos actuamos como si estuviéramos siendo observados y juzgados por esa entidad abstracta pero omnipresente.

Pero ¿existe realmente? La respuesta es tan paradójica como el concepto mismo: existe porque creemos que existe. Es lo que los sociólogos llaman una «profecía autocumplida». No disponemos aún de un concepto unificado de opinión pública que nos permita analizar sus distintas manifestaciones desde un punto de vista común, pero eso no impide que la opinión pública tenga efectos reales en el mundo real.

El Espejismo Perpetuo

En la era de las redes sociales y los algoritmos, la situación se ha vuelto aún más compleja. Internet no ha contribuido a que las imágenes en nuestras cabezas acerca de la pandemia sean mucho más sofisticadas, y lo mismo puede decirse de cualquier tema controvertido. Las cámaras de eco digitales han fragmentado la opinión pública en múltiples opiniones públicas que coexisten sin tocarse, como universos paralelos.

Esto plantea nuevas preguntas: ¿puede haber una opinión pública unificada en sociedades hiperfragmentadas? ¿O debemos habituarnos a la idea de que hay tantas opiniones públicas como burbujas informativas? ¿Y cómo pueden los líderes políticos gobernar apelando a una opinión pública que ya no existe de manera coherente?

En última instancia, puede que la opinión pública sea menos una realidad objetiva que una aspiración democrática: el sueño de que las sociedades pueden gobernarse a sí mismas a través del diálogo racional entre ciudadanos informados. Un sueño hermoso, pero un sueño al fin y al cabo. Y como todos los sueños, a veces se convierte en pesadilla cuando confundimos el mapa con el territorio, la representación con la realidad representada.

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