Hay poetas que escriben sobre la vida y otros que escriben desde la vida. Alejandra Pizarnik pertenecía a esta segunda categoría, esa rara estirpe de escritores que no pueden separar la tinta de la sangre. Cuando murió en Buenos Aires el 25 de septiembre de 1972, con apenas 36 años y una sobredosis de Seconal, dejó escrito en el espejo de su habitación: «No quiero ir nada más que hasta el fondo». Era, en cierto modo, la firma final de una obra que siempre había buceado en los abismos.
Flora Alejandra Pizarnik nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936. Sus padres, Elías y Rejzla, habían llegado de Ucrania dos años antes, cargando en las maletas no solo ropa y esperanzas, sino también el trauma de una Europa que ya se desangraba. En casa se hablaba un español salpicado de yídish y ruso, esa mezcla que convertía cada conversación en un pequeño exilio.
La niña que después sería Alejandra creció sintiéndose extranjera en su propio país. No era solo el asunto del idioma —aunque eso pesaba—, sino algo más profundo: esa sensación de no encajar nunca del todo, de ser siempre la persona equivocada en el lugar correcto, o viceversa. El tartamudeo, el acné, los problemas de peso, todo se combinaba para crear lo que los críticos después llamarían su «disidencia psicológica», pero que en realidad era más simple y más complejo: la intuición temprana de que el mundo no había sido hecho para ella.
«No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez«, escribiría años después. «El solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre». Hay frases que duelen solo de leerlas, y esta es una de ellas. Para escapar de ese pasado que la ahogaba, adoptó el nombre de Alejandra en su adolescencia, como si cambiándose de nombre pudiera cambiarse de piel.
Pizarnik hizo lo que hacen muchos jóvenes confundidos: se inscribió en la universidad. Filosofía y Letras, después Periodismo. Pero las aulas le quedaban chicas, o tal vez ella les quedaba grande a las aulas. Abandonó los estudios para dedicarse por completo a lo único que realmente le importaba: encontrar las palabras exactas para nombrar lo innombrable.
Su verdadera universidad fue el taller del pintor surrealista Juan Batlle Planas. Ahí, entre pinceles y teorías sobre el inconsciente, Pizarnik encontró las primeras herramientas para excavar en su propia psique. El surrealismo le enseñó que los sueños y las pesadillas podían ser materia prima tanto como las experiencias diurnas, que el arte no tenía por qué ser lindo o consolador.A los 19 años, con la ayuda de su padre, publicó *La tierra más ajena*. El título ya lo decía todo: esta era una poeta que escribía desde el destierro, desde esa tierra que siempre le resultaría ajena, empezando por su propio cuerpo.
Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París. No fue una decisión turística ni una beca de intercambio; fue una huida hacia adelante, la búsqueda de un lugar donde su extranjería no fuera una anomalía sino la norma. En la Sorbona estudió literatura francesa e historia de la religión, pero su verdadero aprendizaje ocurría en las librerías de viejo y en los cafés donde traducía a Antonin Artaud y Henri Michaux.
Traducir es una forma de posesión amorosa. Cuando Pizarnik vertía al español las obsesiones de Artaud sobre la locura y los límites del yo, no solo estaba cambiando palabras de idioma; estaba incorporando esas obsesiones, haciéndolas suyas. El contacto con estos autores fue decisivo: le enseñaron que se podía hacer poesía con el dolor, que la locura no tenía por qué ser solo un padecimiento sino también un material de trabajo.
En París conoció a Julio Cortázar, que la llamaba cariñosamente «mi Bichito», y a Octavio Paz, quien prologó “Árbol de Diana” en 1962 describiendo el libro como una «higuera mítica» y su poesía como «destreza alquímica». No eran cumplidos de ocasión; estos escritores reconocían en Pizarnik algo genuino, una voz que no se parecía a ninguna otra.“Árbol de Diana” marcó un antes y un después. Su poesía se volvió más concisa, más hermética, más poderosa. Como si hubiera encontrado finalmente el diapasón correcto para su dolor.
En 1964 regresó a Buenos Aires. Los años siguientes fueron una paradoja cruel: mientras su obra alcanzaba reconocimiento internacional —la Beca Guggenheim en 1969, la Fulbright en 1971—, su estado mental se deterioraba. Publicó “Los trabajos y las noches”, “Extracción de la piedra de la locura”, *El infierno musical*. Los títulos mismos eran un mapa de su geografía interior.
También escribió “La condesa sangrienta”, esa prosa extraordinaria sobre Erzsébet Báthory, la noble húngara que torturaba doncellas. En esas páginas, Pizarnik exploró la violencia y la crueldad con una lucidez que helaba la sangre. No juzgaba a la condesa; la entendía. Hay una línea muy fina entre víctima y victimario, y Pizarnik conocía bien esa frontera.
La poesía de Pizarnik giraba alrededor de algunos temas obsesivos. La soledad, no como abandono sino como morada necesaria. La identidad fragmentada, ese yo que se veía unas veces como «un ser especial» y otras como «un vacío convulsionando por el dolor». El silencio y la insuficiencia del lenguaje: «Yo no quiero decir, yo quiero entrar», escribió una vez, resumen perfecto de su poética.
Y por encima de todo, la muerte. No como amenaza sino como horizonte, como la única certeza en un mundo de máscaras. «Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía», había escrito. La frase resultó profética de una manera terrible.Si su poesía era alquimia, sus diarios eran el laboratorio. Páginas y páginas donde documentaba su «descenso a los infiernos», sus miedos a la locura, sus rebeldías contra las convenciones sociales. Ahí confesaba su deseo de «no casarme nunca» y de tener «alguna experiencia sexual, ¡with womens!».El 25 de septiembre de 1972, después de pasar un fin de semana con sus padres, Pizarnik regresó a su departamento de Buenos Aires. Sus amigos sabían que no andaba bien. Cortázar le había escrito cartas suplicándole: «Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra». Pero hay abismos que ningún amor puede colmar.Esa madrugada, Pizarnik tomó una sobredosis de Seconal. En el espejo de su habitación dejó escrito: «No quiero ir nada más que hasta el fondo». Era, de alguna manera, el último verso de una obra que siempre había explorado las profundidades.
Pizarnik murió a los 36 años, la misma edad que Sylvia Plath. Hay algo inquietante en esa coincidencia, como si hubiera una edad límite para cierto tipo de genio. Dejó una obra relativamente breve pero de una intensidad que quema. Sus poemas siguen siendo leídos por generaciones de lectores que reconocen en sus versos sus propias heridas.