Ayer iba caminando por la calle y el olor a pan caliente del Carulla me atrapó, porque a mí me gusta el pan en cualquier forma. Para completar, soy de los flacos que no engorda, lo que termina siendo una ventaja.
El pan para mí siempre viaja en forma de recuerdos. El Polo Club, donde crecí y aprendí todas mis mañas, estaba lleno de panaderías. Cerca a mi casa estaba la “Colombia” cuyo pan francés se cogía en canastillas y con pinzas de aluminio. La “Danesa”, famosa por sus croissant y sus helados de barquillos de galleta y “Cubillos”, tal vez la única panadería del mundo con peluquería incluida o viceversa, con un pan rollo insuperable y donde además daban “vendaje” que era el encime que les daban a los vecinos que compraban.
Desde ese entonces me enamoré del pan, con un amor que aún me dura. Muchos creen que la paz empieza en casa, pero en realidad arranca en la puerta de un horno de panadería. Estoy convencido que Colombia se jodió cuando los supermercados empezaron a vendernos pan en bolsa, una hogaza tonta, insulsa, desabrida, anodina y baladí. Nos llenamos de un pan que es menos que una baba y de alambritos que no sirven para nada. Las panaderías de barrio también se corrompieron y llenaron de levadura ese manjar. Lejos quedaron los panes que pesaban, con los que fácilmente uno le cascaba a los amigos, porque hoy son aire, migajas y boronas – los panes, no los amigos, aunque también-. La vieja tradición de salir un domingo a comprar un baguette de pan francés, ha ido perdiendo parte de su encanto.
La seriedad de un país se mide por la calidad del pan que se come. Al final, en todas partes hay políticos corruptos, economías quebradas, enfermedades incurables, fiscales descarados y presidentes insensatos. Pero buen pan, no siempre.
Y es que el pan colombiano es multirracial, pluriétnico, poliestrato. Es barato, tiene uno que otro nutriente, es asequible, pero, sobre todo, llena. En épocas de crisis, con un desempleo galopante, con el odio exacerbado, y la bobada a flor de piel, el pan mitiga el hambre, la distrae y la entretiene. Dos panes blanditos y un café, enredan a cualquiera y valen menos que un pasaje en Transmilenio y por lo menos se evita el manoseo.
Para completar, ahora nos llenamos de panes de alto coturno, de masa madre, que no engordan ni hacen daño, bajos en grasa y en colesterol, con unas mezclas exquisitas a los que también me rindo sin pena y sin arrepentirme ni un poquito.
Pero obvio este amor es un poco complicado. En estos tiempos que me corren, el pan terminó siendo un acto prohibido. Mi cardiólogo y mi nutricionista me lo fueron diciendo sin siquiera sonrojarse. “Deje el pan y coma arepa”. Y lo intento, de verdad hago el esfuerzo, pero no soy un ermitaño. Soy un tipo que lucha por la vida y que sale a caminar y qué culpa tengo yo de ese olor a pan caliente…