A esta hora, cuando la ciudad bosteza bajo un cielo anaranjado y los semáforos parpadean como si tuvieran alma, la salsa suena. Suena en las ventanas entreabiertas del barrio obrero, en los parlantes del taxi que huele a gasolina y esperanza, en la memoria afectiva de un continente que aprendió a sudar, amar y resistir al ritmo de un timbal. Porque la salsa —esa hija bastarda del Caribe, Nueva York y África— no es sólo un género musical. Es una declaración de existencia.
El caldo primigenio: Cuba, la madre del ritmo
Todo empieza en Cuba, porque si hay un lugar donde la música se respira como oxígeno, es esa isla. En el siglo XIX, la danza habanera y el son ya estaban poniendo las bases. El son, con su mezcla de guitarras españolas y percusión africana, era como el abuelo cool de la salsa: elegante, pero con un tumbao’ que no dejaba a nadie quieto. Los tambores yoruba, los cantos de los esclavos africanos y las cuerdas de los colonizadores se enredaron en un abrazo rítmico que dio vida al guaguancó , al mambo , al cha-cha-chá . Todo eso, mezclado con un poquito de azúcar y mucho sudor, fue el germen de lo que vendría después.
En los años 40 y 50, La Habana era un hervidero. Arsenio Rodríguez, el “Ciego Maravilloso”, le dio al son una inyección de calle con su conjunto de trompetas y tambores. Mientras tanto, el mambo de Pérez Prado y la pachanga de Eduardo Davidson hacían que las caderas no tuvieran descanso. Pero la salsa, como tal, todavía no tenía nombre. Era un espíritu, un flow, un sabor que estaba esperando su momento.
El crisol de Nueva York: donde la salsa se bautizó
Si Cuba fue la madre, Nueva York fue la madrina que le puso el vestido de gala. En los años 60, los barrios latinos de El Barrio y el Bronx eran un hervidero de inmigrantes puertorriqueños, cubanos, dominicanos, todos trayendo sus ritmos y sus penas. La Gran Manzana era dura: trabajos mal pagados, discriminación, frío que calaba los huesos. Pero en las noches, los clubes como el Palladium se encendían con el boogaloo y el latin jazz . Allí, Tito Puente, el rey del timbal, hacía temblar el piso con sus descargas. Y no estaba solo: Celia Cruz, con esa voz que podía desde el cielo, empezaba a gritar “¡Azúcar!” como si fuera una declaración de guerra.
En los 70, todo explotó. La disquera Fania Records, fundada por Johnny Pacheco y Jerry Masucci, fue como el Big Bang de la salsa. Con artistas como Willie Colón, Héctor Lavoe, Rubén Blades y Ray Barretto, la salsa dejó de ser solo un ritmo para convertirse en una crónica de la vida urbana. Las letras hablaban de amor, desamor, pero también de la calle, de la pobreza, de la lucha. “Pedro Navaja” de Blades no era solo una canción; Era una novela cantada, un punal en el corazón del sistema. Y mientras tanto, los arreglos musicales se volvieron más complejos: trompetas afiladas, congas que retumbaban como latidos, pianos que corrían como ríos.
El nombre “salsa” no tiene un origen claro, pero huele a una mezcla de ingenio y marketing. Algunos dicen que lo acuñó un DJ venezolano, otros que salieron de un grito en un concierto: “¡Échale salsa!”. Lo cierto es que Fania lo adoptó, y el término pegó como chicle en el zapato. Era perfecto: picante, sabroso, imposible de ignorar.
La conquista global: de Cali a Tokio
La salsa no se quedó en Nueva York. Como un virus alegre, se regó por el mundo. En Colombia, Cali se autoproclamó “la capital mundial de la salsa”, con orquestas como el Grupo Niche y Guayacán que le dieron un toque propio, más romántico, más nostálgico. En Venezuela, Oscar D’León le metió una energía que hacía estallar los escenarios. Y en Puerto Rico, El Gran Combo seguía siendo la universidad del ritmo, con su swing impecable.
Pero la cosa no paró ahí. La salsa llegó a Japón, a Europa, a África. En los 80 y 90, mientras el mundo se globalizaba, la salsa se adaptaba. Surgieron subgéneros: la salsa romántica de Marc Anthony y Víctor Manuelle, más suave, para los corazones rotos, o la salsa dura, que seguía siendo el puño en alto de los barrios. Hasta hoy, la salsa sigue mutando, mezclándose con reguetón, hip-hop, electrónica, pero sin perder esa esencia que te agarra por la cintura y no te suelta.
El alma de la salsa: más que música
La salsa no es solo un género; es un idioma. Es la voz de los que no tenían voz, de los que encontraron en el baile una forma de resistir. Es la historia de la diáspora latina, de la mezcla de África, Europa y América. Es el sonido de la calle, del amor, de la rebeldía. Como decía Héctor Lavoe: “Todo tiene su final, nada dura para siempre”. Pero la salsa, contra todo pronóstico, sigue viva, girando en los tocadiscos, en los parlantes de los carros, en las academias de baile de medio mundo.