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Voy de tumbo en tumbo, como un borracho. O tal vez, de tumba en tumba, buscando desenterrar viejos recuerdos. Todo está oscuro y además voy ciego. Ni un palito que me ayude a escrutar los nuevos pasos.

Voy de la mano del niño que fui. Del niño que soy. Temeroso, tímido, invisible, solitario, callado, asustadizo, vivaz, amoroso, sensible. Se cae y se levanta. Se sopla las rodillas, se seca los mocos y sigue adelante. Igualito al niño que soy. Me caigo y me levanto. Me soplo las rodillas, me seco los mocos y sigo adelante.

Camina a tientas, buscando una mano amiga, una guía, un abrazo amoroso de alguien. Se olvida de él. Me olvido de mí. La gente pasa  y se va. Nadie se queda. No tienen por qué. No ven motivo. Gente buena. Dan lo que pueden. Lo que quieren. El niño llora. El niño ora. Lloro. Oro.

Las pequeñas risas no disimulan la tristeza. O la melancolía. No se halla. No se encuentra. No se palpa. No se ve. No se quiere. Piensa en irse, perderse en un barranco, extraviarse en un arroyo. Nadie lo notaría, piensa. Pienso. ¿O sí?

A final del túnel, una grieta, una luz que lo ilumina, (me) ilumina. Dios. Encontrar la nada y entenderlo todo. Tal vez la clave no es que valga la pena sino que tenga sentido. Se toca, se palpa, se encuentra, se ve. Me toco, me palpo, me encuentro, me veo. Por fin. Satori, dicen los japoneses: Un instante de comprensión profunda en el que todo cobra sentido.

Ahora soy yo el que emprendo el camino de vuelta al origen, donde todo comenzó, para encontrar a ese niño temeroso, tímido, invisible, solitario, callado, asustadizo, vivaz, amoroso, sensible y abrazarlo para siempre. Abrazarme para siempre.

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