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Siete sombras en la tarde

Hay días en que el mundo pesa como si alguien hubiera dejado caer un saco de arena sobre los hombros. Te sientas en el patio, o en el balcón, o donde sea que vayas a mirar el cielo cuando no sabes qué más hacer, y de pronto sientes que no estás tan solo como creías. No es que alguien haya llegado con café o con palabras. Es otra cosa, algo que no se ve pero se queda rondando. Muchos creen que son ellos, los arcángeles, que pasan de largo pero nunca del todo.

Hay tardes que se sienten como un respiro robado, como si el mundo se detuviera un segundo para mirarse al espejo. El cielo se pone de ese color que no sabes si es tristeza o consuelo, y uno se queda quieto, con la sensación de que algo —o alguien— está cerca. No lo ves, pero lo intuyes. Son ellos, los arcángeles, siete presencias que se mueven entre lo que somos y lo que soñamos. No llegan con fanfarrias ni luces de neón; llegan como el viento que mueve las hojas, como el eco de una canción que no terminas de recordar.

No hace falta ser un experto en espiritualidad para hablar con ellos. No tienes que aprender códigos secretos ni vestirte de blanco, basta con un “oye, ¿puedes darme una manito con esto?” Eso sí, no hacen magia. No esperes que te consigan el número de la lotería ganadora, pero sí pueden ayudarte a ver las cosas desde otra perspectiva… o al menos a no gritarle al computador cuando se traba.

Miguel es el primero que imagino. Lo veo con esa postura firme, como un guardia que no duerme, sosteniendo una espada que no corta carne sino sombras. Es el que pelea cuando tú ya no puedes, el que se planta frente a lo oscuro y dice «hasta aquí». Hay días en que siento su peso, como si alguien me hubiera cubierto con una manta invisible para que no me quiebre el frío.

Luego está Gabriel, el que habla sin que lo escuches del todo. Es el mensajero, el que trae noticias que no siempre entiendes cuando llegan. Me lo imagino susurrando en el ruido de la calle, en el pitido de un carro, en el silencio que cae después de una pregunta que no te atreves a responder. Gabriel no impone; solo deja caer las palabras y se va, confiando en que las recojas algún día.

Rafael viene después, con ese aire de curandero antiguo. No trae recetas ni frascos, pero sabe dónde duele aunque no lo digas. Es el que pasa cuando cierras los ojos y respiras hondo, el que te ayuda a recoger los pedazos después de una tormenta. Lo siento en las tardes quietas, cuando el cuerpo se acuerda de que sigue vivo.

Uriel aparece con su luz callada, como un farol que no parpadea. Es el que ilumina lo que no quieres ver, el que te guía cuando el camino se pierde entre la niebla. No te empuja, solo está ahí, señalando con calma, como quien sabe que tarde o temprano vas a dar el paso.

Jofiel es diferente. Trae colores, pedazos de belleza que se cuelan en el gris. Es el que hace que una nube rara o un rayo de sol en la pared te saquen una sonrisa sin razón. No habla mucho, pero pinta, y con eso basta. Hay días en que lo agradezco, porque sin él todo sería demasiado pesado.

Zadquiel llega con las manos abiertas, como si quisiera recoger algo que se te cayó. Es el que perdona, el que te ayuda a soltar lo que aprietas hasta que te sangran las manos. No te juzga; te mira y te dice «ya está, déjalo ir». Lo siento en esas tardes en que el aire se aligera, como si alguien hubiera abierto una ventana que no veía.

Y Chamuel, el último en mi lista, pero no por eso menos. Es el que busca, el que encuentra, el que te abraza cuando ni siquiera sabes que lo necesitas. Dicen que es el del amor, pero no el de las postales; es el amor que te encuentra en el desorden, en el café frío, en el rincón donde te escondes. Chamuel no pregunta, solo está, y de pronto te das cuenta de que no estás tan perdido como creías.

Siete arcángeles, siete sombras que se pasean por el atardecer. Miguel te guarda, Gabriel te avisa, Rafael te sana, Uriel te guía, Jofiel te alegra, Zadquiel te suelta, Chamuel te encuentra. No los vemos con alas ni halos, los vemos en el reflejo de una ventana, en el sonido de la ciudad que se apaga, en el instante en que el sol se va y algo en ti se queda. Si un día te sientas a mirar el cielo y sientes que no estás solo, no te extrañes. Son ellos, haciendo lo suyo, mientras nosotros hacemos lo nuestro en este pedazo de tarde que nos prestaron.

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