A veces la política no necesita más ideologías sino pizarras y tableros. Antanas Mockus, matemático con alma de filósofo, filósofo con cuerpo de alcalde, y alcalde con el corazón de un maestro, llegó al poder no para mandar, sino para enseñar. Para muchos, su imagen –la de un hombre en saco mal planchado que bailaba con condones gigantes o se disfrazaba de superhéroe– era excéntrica. Para otros, era profundamente revolucionaria. Y en el fondo, quizás era ambas.
Mockus entendió que la cultura ciudadana no se decreta. Se cultiva. Bogotá, esa urbe atolondrada que aún aprendía a reconocerse tras la Constitución del 91, necesitaba algo más que cemento y policías. Necesitaba una pedagogía pública que pusiera a circular valores en vez de resentimientos. Y Mockus, como un Sócrates moderno en versión criolla, se entregó a la tarea de enseñarnos a vivir juntos.
Para él, gobernar no era imponer, sino persuadir. No era reprimir, sino transformar. Desde esa lógica, la ley, la moral y la cultura no eran esferas disociadas. Eran los tres lenguajes con los que se escribe la ética pública. Y cuando estos tres lenguajes logran hablar entre sí, la sociedad deja de obedecer por miedo y empieza a actuar por convicción.
Durante sus dos alcaldías, cambió las balas por mimos, los discursos por actos simbólicos, y el desprecio cínico por la autoridad por una confianza tan insólita como necesaria. Enseñó que pagar impuestos podía ser un acto de amor colectivo. Que bajarle el volumen al pito de los carros era un gesto de civilización. Que pedir permiso, agradecer y respetar la fila eran las nuevas formas de la política. Tal vez por eso, más que un político, ha sido un pedagogo cívico. Uno que en vez de prometer el paraíso, pide lo básico: que no nos matáramos en las calles, que no corrompiéramos las normas, que no perdiéramos la esperanza.
Inspirado por Habermas y Platón, Mockus ha creído en la razón pública y en el poder de la palabra. Ha apostado por el diálogo como columna vertebral de la convivencia. Su idea de libertad es humilde y potente: no la libertad del capricho, sino la que se ejercita con responsabilidad. De Platón rescató la necesidad de leyes buenas, pero sobre todo la centralidad de la educación como arquitectura del alma ciudadana.
En las aulas, como rector de la Universidad Nacional, y en las calles, como alcalde de Bogotá, Mockus predicó con actos. No solo habló de civismo: lo representó. Para él, la pedagogía no es solo instrucción: es transformación. Distinguue entre pedagogías visibles e invisibles, extensivas e intensivas, ascéticas y hedonistas. Porque para cambiar a una sociedad, no basta con el deber: hay que provocar el deseo de ser mejores.
Mockus ha sido dos veces alcalde, candidato a la vicepresidencia, candidato a la presidencia y senador.No ha querido el poder por el poder. Su mayor victoria ha sido simbólica. Nos ha hecho pensar que otra política es posible. Nos ha recordado que el respeto no es ingenuo, sino subversivo. Y que detrás de cada acto aparentemente absurdo –como pintar estrellas en los lugares donde alguien moría atropellado– había una ética honda, una filosofía de la vida y de la muerte.
Mockus no vino a salvarnos. Nos pidió que nos salváramos juntos. Nos dio herramientas, no dogmas. Nos dejó preguntas, no recetas. En una era de cinismo institucional y polarización emocional, su legado sigue latiendo: la política también puede ser un aula, y la ciudadanía, una forma de inteligencia colectiva.
Quizás por eso, cuando todo parece ruido, sigue siendo urgente ese gesto simple, casi infantil, pero profundamente político: levantar la mano para pedir la palabra. Como lo hace él. Como lo hace un buen maestro.