Mauricio Liévano Quimbay acaba de lanzar «Tener la razón, no locura», una novela que te agarra de las solapas y no te suelta. Es un clavado sin tanque de oxígeno a la cabeza de un tipo que está hasta el cuello, lidiando con la depresión, buscando qué carajos hacer con su vida y, a ratos, con la idea de apagar la luz para siempre.
Tener la razón, no locura es muchas cosas. Es un monólogo interior, una confesión brutal, un descenso al infierno, pero también una resurrección.
Me llevó la necesidad. No de publicar. De sobrevivir. Escribir este monólogo fue como arrodillarme ante mi propia alma y decirle: “Estoy aquí. No te vayas”. Estaba tocando fondo y el fondo no es un lugar oscuro: es un espejo. Y en ese espejo vi todo lo que había ignorado, todo lo que dolía. Escribirlo fue dejar de tener miedo a romperme.Hay historias que te joden la cabeza hasta que las escupes. No es que uno se siente y diga «voy a escribir sobre el desespero», ¡qué va! Es más como una urgencia, algo que te quema por dentro. Supongo que todos tenemos un «otro yo» que nos acompaña y a veces nos jode la vida, y quería ver qué pasaba si le daba voz. Además, ¿quién no se ha sentido alguna vez al borde del precipicio, preguntándose si el siguiente paso es para adelante o para abajo?
El título es potente: Tener la razón, no locura. ¿Qué significa?
Es una frase que me repetía muchas veces cuando sentía que me estaba yendo, que la mente se me partía en mil pedazos. No estaba loco, solo estaba roto. Tener la razón era aferrarme a que algo de mí aún tenía sentido, incluso si el resto era puro caos. No era un delirio. Era tristeza profunda, era depresión, era duelo. Y eso también es humano. No es locura.
El estilo de la novela es visceral, honesto, sin filtros. ¿Fue deliberado o fue la única forma de contar esto?
Fue la única forma. No podía impostar. No podía ponerme el disfraz del escritor que adorna. Escribí desde el estómago, con los dedos temblando, con lágrimas reales cayendo sobre el teclado. Algunas veces escribía y me tenía que detener a llorar. Otras veces, las palabras salían solas, como vómito. No hay ficción en ese dolor, ni en esa ternura. Esa maña de sentirse un cero a la izquierda, «un tipo gris», como si nadie en su casa le parara bolas y luego andar por la vida intentando «encajar, ser amado, ser visible, no ser abandonado». Es un hueco que trata de llenar con lo que sea. Hasta su idea de morirse, como él mismo piensa, era para ver si así alguien lo veía de verdad. Es un círculo vicioso jodido.
Mario es el personaje central de la novela y entiendo que muchas de las cosas que pasan, le pasaron a usted ¿Cuánto de Mario hay en usted y cómo equilibró lo autobiográfico con la ficción?
Mario es como un reflejo mío en un espejo empañado. Sus peleas con la depresión, sus charlas con Dios, su amor por sus hijas, son pedazos de mi vida. Pero la ficción me dio libertad: inventé detalles, creé a Lara, exageré momentos para que la historia cantara. Mario tiene mucho mío, pero también tiene vida propia con lo que quise soñar o explorar. Escribirlo fue mirarme con verdad, pero también construir algo más grande.
Es muy fuerte leerte hablar de la muerte con tanta serenidad. ¿Cómo fue estar tan cerca?
Fue frío. No fue un drama ni un grito. Fue un silencio sordo. Lo había decidido. El protagonista había comprado el cianuro. Tenía el plan. Pensó que el amor no bastaba, que sus hijas estarían mejor sin él. Pero algo —una chispa, un amanecer, una lágrima, una llamada—lo devolvió. Y entendió que no era cobardía lo que lo sostenía, era amor. Doloroso, imperfecto, pero amor.
También hay espacio para la esperanza, aunque no sea la típica esperanza luminosa. ¿Qué lo sostuvo?
Escribir fue mi resurrección. Llorar, orar y creer. En ese orden. Y a veces todo lo contrario. Hay una frase que se volvió mi salvavidas: “Lo intenté. Con todas mis fuerzas. Luché con una tormenta adentro que nadie vio”. Eso me recuerda que sobreviví.
Hablemos de Lara. Parece que esa relación es un puntillazo, pero el tipo ya venía como cojeando de antes, ¿no?
Lara fue como echarle gasolina al incendio, pero el incendio ya estaba ahí, ¿no? Con ella sintió que «lo quise todo. Lo supe todo», y claro, cuando eso se va al carajo, el golpe es duro. Lara es real, una persona única que marcó mi vida. Entró como un destello en mis días más grises y nuestra relación fue intensa, hermosa, pero frágil.. Ese amor no pudo sobrevivir a nuestras heridas. En la novela, Lara es esa chispa que ilumina a Mario, pero le recuerda sus límites. La escribí con cariño y con el dolor de lo que no fue. Pero el tipo ya cargaba su propio bulto de piedras: la soledad, el sentirse un fiasco. Lo de Lara fue la gota que rebosó la copa, pero la copa ya estaba llena de un montón de vainas.
La novela aborda la depresión de forma cruda, con escenas en la clínica psiquiátrica y el diagnóstico de Mario.
Uf, la clínica. Ahí es donde te das cuenta de que tu propia jaula no es tan única. Quería mostrar eso, que el dolor tiene muchas caras, algunas muy extrañas como las de Juan, otras más silenciosas como las de Tomás. No son personajes para dar lástima, sino para mostrar que en ese infierno hay una humanidad compartida. Mario, con su propia «tristeza enorme, densa, que no se nota», empieza a ver que no está solo en su mierda, aunque cada uno cargue la suya. Quise mostrar la depresión sin filtros. La clínica es un lugar humano, no un cliché de locura, donde se empieza a sanar. Mi mensaje es claro: pedir ayuda es valentía, no vergüenza. Si un lector se anima a hablar o buscar apoyo tras leer esto, habré hecho algo que importa.
La novela evita dar recetas para la felicidad y opta por un final abierto
La vida no tiene manuales, y menos la depresión. Dar recetas o un final feliz habría sido deshonesto. Quise que los lectores sintieran lo que Mario siente: incertidumbre, pero también la chispa de un nuevo comienzo. Es un final que honra la realidad.
Es inevitable notar ciertos ecos, digamos, filosóficos en la novela. Su editor mencionó las similitudes con el estilo y los temas de Camus, como el absurdo y la rebelión ¿Le sorprendió esta conexión cuando se la señalaron? ¿Cómo ve ahora esas resonancias en su obra?
Yo escribí lo que me salió del alma, como quien vomita un mal trago. Mi estilo es mi manera de sangrar en la página. En realidad, el tema de Camus y El extranjero fue un descubrimiento de mi gran amigo Gabriel Romero que me dio consejos invaluables. Yo había leído El extranjero hace muchos años y no sé si algo se quedó en mi inconsciente. Mentiría si digo que fue algo planeado. Escribí con el corazón abierto, Supongo que cuando uno está jodido y buscando respuestas, o más bien haciéndose preguntas sin respuesta, termina tropezando con los mismos fantasmas que otros ya vieron.
El protagonista tiene un toma y dame con Dios bien particular. A ratos parece un amigo, un «bacán que me guía», y a otros le echa vainazos o siente que lo dejó colgado de la brocha. ¿Cómo es esa fe tan a su manera?
Es que su Dios no es el de estampita ni el que castiga. Es más como un parcero con el que se puede pelear, al que se le reclama, pero que en el fondo siente que está ahí, o quiere creerlo. Es una fe de trinchera, hecha de dudas y de ganas de creer en algo cuando todo se está yendo al carajo. No es rezandero, pero sí habla con ese «algo» a su modo.
El libro va de la oscuridad más densa a la idea de comprar cianuro, pasando por la crudeza de la clínica, y luego a una especie de salida a gatas, muy de a poquitos. ¿Ese sube y baja emocional fue planeado o así fue saliendo la historia?
Eso salió como tenía que salir. La vida del tipo era un sube y baja, un «Renazco y muero. Muero y renazco», un arrastrarse y un querer pararse… la escritura fue igual, a los tropezones. No había un plan de «aquí se deprime más, aquí mejora un poquito». Era sentirlo y escribirlo, con la misma incertidumbre que él vivía. La compra del cianuro, por ejemplo, tenía que ser así, casi como ir a comprar pan, para mostrar lo jodido que estaba.
Hay un momento en que el narrador habla de «matar ese que fui», a ese tipo que vivía buscando que le dieran palmaditas en la espalda. Suena a que dolió, pero que tocaba. ¿Qué significa esa «muerte» para que él pueda ser… bueno, él mismo, o lo que sea que venga después?
Había que matar a ese pendejo que vivía mendigando cariño, al que desgasté haciendo malabares con mis palabras, mis gestos, mis silencios para que lo quisieran. Dolía, claro, como arrancarse una costra vieja, pero ¿qué más se hacía? Si no lo mataba, seguía siendo un títere de la aprobación ajena. Esa muerte es la única forma de empezar a pararse en sus propios pies, aunque tiemblen.
El título, «Tener la razón, no locura», y esa frase final de «hacer del absurdo mi bandera” pegan duro. ¿Cuál es esa «razón» que encuentra el tipo, y por qué eso no es estar loco, sino todo lo contrario?
Lo de «Tener la razón, no locura» es un grito de guerra personal. Es decir: «Sí, el mundo es un disparate, la vida duele. Dios a veces parece que está de vacaciones, pero aquí estoy, y elijo estar». No es estar loco por ver el absurdo, ¡loco sería no verlo! La «razón» es la de plantarse y decir: «Esta es mi vida, rota y todo, y la voy a vivir». Hacer del absurdo su bandera es como decirle al universo: «No me vas a joder con tu sinsentido, yo decido qué hago con esto». Y el timbre al final… bueno, la vida sigue jodiendo, o dando sorpresas.
Tener la razón es su tercera novela, tras Reguero de Truenos y Los Tardíos, además de otros libros publicados. Su escritura suele estar marcada por la nostalgia, la tristeza y, sobre todo, la soledad. ¿Cómo ve esta constante en su obra?
Sí, efectivamente, mis tres novelas las escribí después de salir de las relaciones afectivas más importantes de mi vida. Cada una ha sido una especie de catarsis, una forma de ordenar el desorden que queda. No sé si llamarlo nostalgia o tristeza. Lo que sí sé es que han sido absolutamente honestas. Escribir Reguero de Truenos, Los Tardíos y ahora Tener la razón me permitió soltar el peso de la soledad y transformarlo en algo que, espero, hable a otros. Es mi verdad, sin máscaras.
Usted ha querido darle especial énfasis al formato digital, aunque también va a haber una edición impresa
El formato digital es inmediato, accesible, puedes llevarlo en tu celular y leerlo en un Transmilenio o en una sala de espera. Igualmente, esta el tema del costo. Sin embargo, hay mucha gente que sigue amando el libro impreso y por eso nos decidimos por ambos formatos. Igualmente es una publicación independiente que estará disponible en mis redes sociales y en la página de Atardescentes