Hace dos años me iba a morir. Y no. Hace seis meses me quise morir. Y tampoco. Y hoy estoy aquí sentado tomándome un café con mi conmigo.
La semana pasada descubrieron una fuga de agua en un tubo interno de mi apartamento y para arreglarlo han tenido que tumbar muros y paredes. Y yo, que soy un piscis, que primero nado y después pienso, no tuve más remedio que entender que se parece a lo que pasa con mi vida. Tuve que prácticamente destruirme para ver que había una fuga, que aún estoy intentando reparar.
Nadar sin pensar no es un acto de imprudencia. Es, más bien, una forma antigua —ancestral, incluso— de confiar en el instinto, en el oleaje interno que me guía sin necesidad de mapas. Los Piscis no calculamos la corriente: nos dejamos llevar. Nos lanzamos al agua con el corazón antes que con la cabeza. Solo después, cuando ya estamos en el fondo o flotando entre medusas de recuerdos, pensamos. No para arrepentirnos, sino para entender qué demonios buscábamos allí. Primero nadamos. Porque hay urgencia en mover el alma. Porque no hay orilla que nos retenga. Porque el agua es nuestro idioma, y cuando callamos, lo hacemos con burbujas que suben lentas y sinceras. Luego pensamos. Con la sal en los labios y el cansancio de haber sentido demasiado. Pensamos con el cuerpo mojado por lo vivido, con la mirada empañada por imágenes que no estaban en el guion, porque nunca tuvimos uno. Pensamos y nos damos cuenta de que lo que parecía deriva era el simple acto de buscar.
Divago. Yo, que de muchas cosas sé un poquito y en cambio no sé nada de mucho, algún día decidí que escribir era otra forma de llorar. Y por eso escribo. Y por eso lloro. Tal vez porque me sana. Tal vez porque me salva. Y por eso hoy solamente escribo de cosas que me pasan porque para opinar sobre de la vida de los otros hay bastantes y me niego a ser manada, que es tal vez mi manera de rebelarme a lo que pasa, una mezcla extraña de angustia y arrogancia.
Por eso hablo de mis angustias y mis miedos, de mis errores y mis rotos, de mis faltas y deslices, de mis ansias y tensiones y por eso, tal vez dejé de hablar de los culpables. Hablo de mis hijas que me mueven y alegran la existencia, de las mujeres que me amaron, de los amigos que me ayudan y me quieren y por supuesto, hablo de Lala, que es el lugar del mundo del que no me quise (quiero) ir, porque el amor es síntoma de vida. Y porque el dolor es un asomo de existencia. Si duele es porque está vivo y hablar de Lala, duele. Algo así como un masoquismo místico.
Me siento al filo del silencio, no para callarme, sino para escuchar el latido de lo que no sé nombrar. Me contradigo, me deshago, me rehago. Cada palabra es un paso en un puente que tiembla sobre el abismo de mí mismo. Contemplo, no con los ojos, sino con el alma entreabierta, el vaivén de mis mareas internas. No busco respuestas, no las quiero. Quiero el oleaje. No quiero la verdad. Quiero su sombra. A veces pesco una estrella, a veces solo algas. O un pescadito de mar. Y sigo, porque en cada línea hay un latido, un eco que no sabe si es mío o es del viento.
Por eso nado. Y a veces, pienso.