Por la ventana de un café parisino, entre el humo de un cigarrillo y el murmullo de una ciudad que nunca duerme, Julio Cortázar escribía. No solo escribía: inventaba mundos, desarmaba la realidad, jugaba con las palabras como si fueran piezas de un rompecabezas infinito. Nacido en Ixelles, Bélgica, en 1914, de padres argentinos y exiliado en París desde 1951, Cortázar no fue solo un escritor, sino un alquimista de la literatura, un cronopio mayor que transformó la narrativa hispanoamericana con una mezcla de audacia, ternura y rebeldía.
El hombre que jugaba con lo fantástico
Cortázar llegó al mundo en un contexto de fronteras difusas: hijo de argentinos, nacido en Europa, criado en Buenos Aires. Fue maestro, estudiante de Filosofía y Letras, y, más tarde, traductor para la UNESCO en París, ciudad que adoptó como suya y donde vivió hasta su muerte en 1984. Pero su verdadera patria fue la literatura. En Bestiario (1951), su primer libro de cuentos, ya se intuía su genio: historias como “La casa tomada” mezclaban lo cotidiano con lo inquietante, lo real con lo fantástico, como si la realidad fuera solo una cortina que él, con un guiño, apartaba para mostrar lo que hay detrás.
Su obra maestra, Rayuela (1963), no es solo una novela, sino un desafío. “Léala como quiera”, parece decir Cortázar, ofreciendo al lector un tablero de juego donde cada capítulo puede ser un salto, un desvío, un nuevo comienzo. Es una invitación a romper las reglas, a cuestionar las dicotomías que nos atan: orden contra caos, realidad contra ficción. Como él mismo escribió, “cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones”. En Rayuela, Cortázar no solo cuenta una historia, sino que propone reinventar el mundo, soñar un “hombre nuevo” que escape de las jaulas del pensamiento binario.
Un cronopio comprometido
Cortázar no se conformó con jugar en las páginas. Desde los años 60, su pluma se volvió un arma contra la opresión. Apoyó revoluciones en América Latina, denunció dictaduras y, en 1981, adoptó la nacionalidad francesa como protesta contra la dictadura argentina. Su Libro de Manuel (1973) es un testimonio de ese compromiso, una novela política que no sacrifica la poesía ni el humor. Porque Cortázar, aun en la denuncia, seguía siendo lúdico, como un niño que construye castillos en la arena mientras habla de justicia.
Sus Historias de cronopios y de famas (1962) son un ejemplo perfecto de su capacidad para mezclar lo profundo con lo absurdo. En esos relatos, los cronopios –criaturas libres, caóticas, poéticas– se enfrentan a los famas, rígidos y burocráticos. Es fácil imaginar a Cortázar como un cronopio, riéndose de las estructuras, desarmándolas con un soplo de imaginación.
La chispa que no se apaga
Cortázar murió en 1984, oficialmente de leucemia, pero su legado sigue vivo, como un fuego que se niega a apagarse. Sus frases, como “ven a dormir conmigo: no haremos el amor, él nos hará”, resuenan con una intimidad que desarma. Su obra, que abarca desde la prosa poética de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) hasta la crónica amorosa de Los autonautas de la cosmopista (1983), escrita con Carol Dunlop, es un testimonio de su versatilidad y su capacidad para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano.
Cortázar nos enseñó que la literatura no es solo un arte, sino un acto de libertad. Cuestionó las fronteras, las reglas, los sistemas que nos dicen cómo pensar o cómo vivir. “Hay ausencias que representan un verdadero triunfo”, escribió, y en su ausencia, su triunfo es innegable: sigue inspirando, desafiando, invitándonos a ser cómplices de su juego. En cada página suya, hay un cronopio suelto, esperando que lo encontremos.