Hay cierta ironía poética en que YouTube, la plataforma que nació como un sitio de citas fallido llamado «Tune In, Hook Up», se haya convertido en el lugar donde 2.7 mil millones de personas van a encontrarse con todo menos con el amor. Pero así es como funcionan las grandes historias de Silicon Valley: empiezas queriendo una cosa, fracasas estrepitosamente, y terminas construyendo algo que nadie pidió pero que todos necesitaban.
Corría febrero de 2005 cuando Chad Hurley, Steve Chen y Jawed Karim —tres tipos que venían de PayPal con más ambición que claridad— registraron el dominio un Día de San Valentín. La intención romántica estaba ahí, al menos en el calendario. Pero la idea de videos para ligar se estrelló contra la realidad más aburrida: nadie quería subir videos de sí mismo buscando pareja. El pivote fue brutal y salvador: «que suban lo que les dé la gana». Y así, sin saberlo, abrieron las compuertas de un diluvio audiovisual del que todavía no salimos.
El 23 de abril de 2005, Karim se paró frente a un recinto de elefantes en el zoológico de San Diego y grabó 18 segundos de su vida que no le importaban a nadie. «Me at the Zoo» es, probablemente, el video más anodino que ha cambiado la historia de internet. No era profesional, no tenía guión, no pretendía nada. Y justamente por eso funcionó: demostró que cualquier persona con una cámara podía participar en algo que todavía no tenía nombre pero que ya estaba sucediendo.
Para septiembre de ese año, un anuncio de Nike con Ronaldinho rompió el millón de vistas y ahí se encendieron todas las alarmas del lado corporativo. Si un comercial de fútbol podía volverse viral en una plataforma de adolescentes subiendo tonterías, entonces esto no era un juguete. Era un canal de distribución con el potencial de arrasar con todo lo conocido.
El crecimiento fue tan explosivo que resultaba insostenible. YouTube estaba quemando dinero a una velocidad alarmante —los costos de ancho de banda eran astronómicos— y además se enfrentaba a demandas millonarias por violaciones de copyright. Ahí apareció Google con su chequera de 1,650 millones de dólares en octubre de 2006. En ese momento parecía una locura: pagar esa cifra por una empresa de 20 meses que no generaba ingresos y que tenía más abogados que beneficios. Hoy, YouTube genera esa cantidad cada dos o tres semanas. Fue, sin exagerar, una de las adquisiciones más brillantes de la era tecnológica.
El verdadero golpe maestro llegó en 2007 con el Programa de Socios. YouTube les dijo a los creadores: «te pagamos si la gente te ve». Suena simple, pero esa decisión parió lo que hoy llamamos la economía del creador. De repente, cualquiera con una cámara y algo interesante que decir podía construir un negocio desde su cuarto. MrBeast genera decenas de millones al año haciendo cosas absurdas. Pero acá viene la parte incómoda: el 3% superior de los canales se lleva el 90% de la audiencia. Es una lotería donde todos juegan pero casi nadie gana.
Y mientras tanto, la plataforma fue mutando. En 2008 llegó el HD, luego el 1080p, después el 4K y hasta el 8K. En 2011 lanzaron YouTube Live y se metieron de lleno a competirle a la televisión tradicional. Para 2015 ya estaban experimentando con suscripciones pagas (YouTube Red, que luego se convertiría en Premium), tratando de diversificar más allá de la publicidad. Cada movimiento era una apuesta por quedarse relevante en un internet que se fragmentaba a velocidades imposibles.
Pero ninguna de esas apuestas se compara con la amenaza existencial que representó TikTok. Cuando la aplicación china explotó globalmente, YouTube tuvo que enfrentar algo que no había sentido en años: miedo genuino. TikTok no solo era otra red social; era una manera completamente distinta de consumir video. Corto, adictivo, algorítmico hasta la médula. Y se llevaba a la Generación Z como si YouTube fuera cosa de viejos.
La respuesta fue YouTube Shorts, lanzado en beta en India en septiembre de 2020 y globalmente en 2021. Hoy genera más de 70 mil millones de vistas diarias, pero seamos honestos: todavía está en modo recuperación. TikTok tiene 1.59 mil millones de usuarios que llegaron ahí para quedarse. Shorts tiene la ventaja del ecosistema YouTube —búsqueda, biblioteca gigante, monetización madura— pero le falta ese «no sé qué» que hace que los chavos se queden pegados a la pantalla hasta las tres de la mañana.
La guerra también se libra en el streaming de videojuegos. Twitch sigue siendo el rey con el 54% del mercado, pero YouTube Gaming ya tiene el 24% y está creciendo a un ritmo del 25% anual mientras Twitch cae un 4.6%. La ventaja de YouTube es clara: una transmisión en vivo puede convertirse después en un video editado con vida propia. En Twitch, cuando se acaba el stream, se acabó todo.
Hay un dato que lo cambia todo: India tiene 491 millones de usuarios de YouTube. Estados Unidos, el segundo mercado, tiene 253 millones. Brasil e Indonesia rondan los 143-144 millones cada uno. El futuro de la plataforma ya no se escribe en inglés ni se piensa desde California. Se está construyendo en Delhi, São Paulo y Yakarta. Esto significa que los algoritmos, las políticas de moderación y hasta el tipo de contenido que la plataforma prioriza tendrán que adaptarse a realidades culturales muy distintas a las del Silicon Valley.
Y acá es donde las cosas se ponen complicadas. Porque YouTube ya no es solo una plataforma de entretenimiento; es infraestructura crítica para la educación (Khan Academy empezó ahí), para los movimientos sociales (desde la Primavera Árabe hasta las protestas contemporáneas) y para la cultura global. Pero también es el lugar donde prosperan las teorías conspirativas, donde los algoritmos radicalizan, donde los niños ven contenido inapropiado disfrazado de caricaturas. Moderar 500 horas de contenido que se suben cada minuto es una tarea imposible, y YouTube lo sabe.
El video más visto de todos los tiempos es un tiburón bebé
La lista de los videos más vistos de YouTube es un recorrido fascinante por la evolución cultural de internet. Empezamos con «Evolution of Dance», un tipo haciendo pasos de baile viral. Pasamos por «Charlie Bit My Finger», pura ternura doméstica. Llegamos a la era de los videos musicales con Lady Gaga y Justin Bieber. Luego explotó «Gangnam Style» y entendimos que la cultura global ya no tenía fronteras. «Despacito» consolidó el dominio del reggaetón.
Pero hoy, el rey indiscutible es «Baby Shark Dance» de Pinkfong, con más de 1,811 días en el trono. Le siguen videos de Cocomelon. ¿Qué significa esto? Que YouTube se convirtió, sin que nadie lo planeara, en el chupete digital de toda una generación. Los padres ponen a sus hijos frente a la pantalla y YouTube hace el trabajo de entretenerlos. Es un mercado masivo, lucrativo y éticamente resbaladizo.
YouTube cerró 2024 con 36.1 mil millones de dólares en ingresos publicitarios y más de 125 millones de suscriptores pagos entre Premium y Music. Es, objetivamente, una máquina de hacer dinero. Pero su futuro no está garantizado. La regulación global se está endureciendo. La competencia es feroz. Y las nuevas generaciones tienen una relación con el video que YouTube todavía no termina de entender del todo.
La plataforma está apostando fuerte a la inteligencia artificial —desde herramientas para creadores hasta mejores algoritmos de recomendación— y a las experiencias inmersivas con realidad virtual y aumentada. Pero el verdadero desafío no es tecnológico; es cultural. ¿Puede YouTube seguir siendo el hogar de las voces individuales mientras opera como una utilidad mediática global? ¿Puede innovar sin perder ese sentido de comunidad y autenticidad que lo hizo grande?
Han pasado veinte años desde que tres tipos de PayPal registraron un dominio un Día de San Valentín sin saber muy bien qué estaban haciendo. Construyeron una plataforma que democratizó la fama, cambió la cultura, creó economías enteras y se convirtió en el segundo sitio más visitado del planeta. Pero el trono en el que se sientan ya no es el mismo. Está más alto, más expuesto, más rodeado de enemigos. Y la pregunta ahora no es si YouTube seguirá siendo grande, sino si podrá seguir siendo relevante para una generación que ya no pide permiso para cambiar las reglas del juego.