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Érase una vez un mundo donde la música vivía atrapada en discos rayados y cintas que se enredaban como los pensamientos de un adolescente en crisis. Corría el año 2006. Dos suecos, Daniel Ek y Martin Lorentzon, miraron ese caos analógico con nostalgia y un poco de burla. Decidieron que era hora de liberar las canciones. Así nació Spotify, un sueño digital que hoy, en abril de 2025, suena en los oídos de más de 600 millones de usuarios. Pero no todo fue un hit instantáneo. Esta es su crónica, con olor a vinilo viejo y un playlist de emociones.

Al principio, la idea era simple. Llevar la música a todos, sin piratearla como si fueras Jack Sparrow en un barco de Napster. En 2008, Spotify vio la luz en Suecia, un país de inviernos fríos y ABBA eterno. No había dinero para lujos. Daniel, con cara de genio despeinad y Martin, el cerebro financiero, apostaron por un modelo freemium: escucha gratis con anuncios o paga y vive sin interrupciones. Ellos lo vivieron y lo resolvieron. Las disqueras, al principio, los miraron como a un perro que pide comida en la mesa. Pero poco a poco cedieron. La música empezó a fluir.

El desarrollo fue un sube y baja emocional. En 2011, Spotify cruzó el Atlántico y llegó a Estados Unidos. No fue fácil. Las grandes discográficas temblaban ante la idea de perder el control. Algunos artistas, como Thom Yorke de Radiohead, lo llamaron “el último pedo desesperado de un cadáver moribundo”. Ironías de la vida: hoy su música está en la plataforma. Spotify creció rápidamente.  Para 2015, tenía 75 millones de usuarios. Las playlists se volvieron diarios sonoros.

Pero no todo fue armonía. Las regalías fueron el villano de esta película. Artistas como Taylor Swift se bajaron del tren en 2014, diciendo que pagaban migajas. “Pagar por la música es como pagar por oxígeno”, se quejaban. Volvió, claro, porque el streaming era el nuevo rey. En 2025, Spotify sigue en el ojo del huracán: 250 millones de suscriptores premium, pero aún hay quienes dicen que los músicos se mueren de hambre mientras los servidores engordan. Toque de humor negro: al menos las playlists de funeral suenan gratis.

El final, o más bien el presente, es reflexivo. Spotify no solo cambió cómo escuchamos música; cambió cómo sentimos el tiempo. Hoy, con podcasts, audiolibros y hasta IA que adivina tus gustos, es más que una app. Es un espejo sonoro. En 2024, ganó un Webby por innovación. Pero, ¿y mañana? Por ahora, sigue sonando. Y nosotros, bailando entre nostalgia y bytes.

 

 

 

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