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Hay naciones que llegan al Mundial y uno dice «bueno, era cuestión de tiempo». Hay otras que lo logran y te quedas mirando el mapa, buscando dónde carajo quedan. Y luego está Cabo Verde, que clasificó al Mundial 2026 y lo que hizo fue desnudar, con una claridad casi obscena, cómo funciona realmente un país pequeño en la globalización.

Porque sí, los Tiburones Azules van a Estados Unidos, México y Canadá. Se cargaron a Camerún en las eliminatorias africanas. Terminaron primeros de grupo con seis victorias, dos empates y una sola derrota. El veterano Stopira metió el gol que selló el boleto contra Esuatini y el gobierno decretó fiesta nacional. Todo muy bonito, muy emotivo, un triunfo del espíritu deportivo y esas cosas que decimos cuando un equipo chico rompe el molde.

Pero acá hay algo más jugoso, más revelador. Cabo Verde tiene 525.000 habitantes. Es la segunda nación menos poblada en clasificar a un Mundial, después de Islandia en 2018. Y cuando uno mira la lista de convocados, aparece el dato que lo explica todo: el cien por ciento —léanlo de nuevo, *el cien por ciento*— de los futbolistas juegan fuera del país. Steven Moreira es campeón de la MLS con Columbus Crew. Telmo Arcanjo milita en Portugal. Jamiro Monteiro, Duk, Ryan Mendes: todos dispersos por Europa y Norteamérica.

¿Por qué? Porque la liga caboverdiana es semiprofesional, apenas un torneo entre campeones insulares que arrancó en 1976 y nunca tuvo los recursos para retener talento. La fuga no es un problema: es el modelo. Cabo Verde exporta futbolistas como exporta trabajadores, como exporta a su gente. Y esa gente —ese millón de caboverdianos regados por el mundo, el doble de los que viven en las islas— le manda plata al archipiélago. Remesas que superan el 10% del PIB. Remesas que llegan desde Estados Unidos y Portugal, los mismos lugares donde juegan los futbolistas.

La cosa empieza a tener sentido, ¿no? Este es un país cuya economía se sostiene en dos pilares igual de frágiles y poderosos: el turismo (21% del PIB en 2017) y la diáspora. Cabo Verde no produce casi nada, pero vende sol, playa y estabilidad. Y esa estabilidad no es cuento. Desde la independencia en 1975 —conseguida tras una lucha anticolonial liderada por Amílcar Cabral, asesinado antes de verla concretada— el archipiélago ha mantenido una democracia que en África Occidental es casi una anomalía. Libertad de prensa, alternancias pacíficas de poder, ausencia de conflictos étnicos o religiosos. Un oasis institucional.

Y esa estabilidad política es lo que permite el otro gran truco de Cabo Verde: su moneda. El Escudo Caboverdiano está anclado al euro desde 1998, con paridad fija garantizada por Portugal y respaldada por la Unión Europea. Es un *hard peg*, de esos que te obligan a una disciplina fiscal monacal porque no puedes imprimir billetes ni devaluar cuando se pone fea la cosa. Pero funciona. Le da previsibilidad a los inversores y, sobre todo, a la diáspora. Ese millón de caboverdianos sabe que cuando manda euros o dólares, el dinero vale lo mismo al llegar. No hay riesgo cambiario, no hay sorpresas. El Estado sacrifica soberanía monetaria, pero a cambio consigue confianza. Y la confianza, en una economía así, vale oro.

El fútbol encaja perfecto en este rompecabezas. No es un milagro deportivo: es la consecuencia lógica de un modelo económico. Cabo Verde no puede pagar por desarrollar futbolistas de élite localmente, así que los deja irse. Las academias portuguesas, los clubes de segunda división en Europa, las ligas norteamericanas se encargan de formarlos. Y cuando llega el momento, esos muchachos se ponen la camiseta azul y representan a un país que, en rigor, apenas pisaron después de la infancia.

Suena cínico, pero no lo es. O al menos no más cínico que cualquier otra estrategia de supervivencia nacional. Cabo Verde juega con las cartas que tiene. No puede ser una potencia industrial. No tiene petróleo ni minerales. Tiene diez islas volcánicas, 4.033 kilómetros cuadrados y un pasado colonial portugués que dejó idioma, mestizaje y la morna, ese género musical melancólico que habla de la nostalgia del exilio. Así que exporta gente, les pide que no se olviden de dónde vienen y, de vez en cuando, arma una selección de fútbol con profesionales de primer nivel que técnicamente son extranjeros pero que igual sienten algo cuando suena el himno.

El gobierno, consciente de que depender del turismo de resort en Sal y Boavista es un riesgo, está tratando de diversificar. Habla de «economía marítima»: puertos, pesca, investigación oceánica. Prometió privatizar 23 empresas públicas para atraer inversión extranjera. Quiere duplicar el número de turistas y meterse entre los 30 países más competitivos del sector. Impulsa nichos: ecoturismo, turismo deportivo, turismo de lujo en islas como Maio. En Fogo desarrollan turismo de pequeña escala con vino y café. Todo suena bien en el PowerPoint.

Pero la fragilidad persiste. Una crisis global  te deja sin turistas. Una recesión en Estados Unidos o Europa te corta las remesas. El modelo tiene algo de equilibrismo sobre la cuerda floja. Y el Mundial 2026, más allá de la alegría legítima, es un recordatorio de esa fragilidad. Porque si bien pone a Cabo Verde en el mapa, también muestra que su éxito depende de otros. De las ligas extranjeras que forman a sus jugadores. De los países que reciben a sus migrantes. De Portugal y la Unión Europea que sostienen su moneda.

Hay quienes dirán que eso es dependencia. Y sí, lo es. Pero también es pragmatismo. Cabo Verde convirtió su debilidad demográfica en una red global de capital humano. Transformó la migración forzada por la pobreza en una estrategia económica. Le sacó jugo a su estabilidad política para conseguir respaldo monetario europeo. Y ahora va al Mundial con un equipo que es, literalmente, el producto de ese sistema.

El desafío, claro, es dar el siguiente paso. Pasar de exportar talento a retenerlo, o al menos a crear incentivos para que regrese. No solo futbolistas: ingenieros, médicos, analistas financieros. Ese millón de caboverdianos dispersos por el mundo podría ser algo más que una fuente de remesas. Podría ser el motor de una economía diversificada, si el país logra ofrecerles razones para volver. Pero eso requiere infraestructura, inversión, políticas que por ahora están más en el discurso que en la práctica.

Mientras tanto, Cabo Verde celebra. Y hace bien. Clasificar al Mundial con medio millón de habitantes no es poca cosa. Pero el verdadero triunfo, el que trasciende la cancha, es haber construido un modelo de país que funciona contra todos los pronósticos. Un archipiélago perdido en el Atlántico, sin recursos naturales, con una población minúscula, que se las arregla para existir, para crecer, para mandar a sus hijos al Mundial.

Eso sí es una hazaña. Deportiva, económica, política. Y si uno mira bien, la pelota es apenas el símbolo de algo mucho más grande.

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