Cruzar la calle

Por costumbre, siempre caminé por un lado de la calle. Desde ahí miré el mundo y sus personas. Las mismas casas, los mismos perros, los mismos carros, los mismos huecos, las mismas flores.

Desde esa acera construí lo que pensé, lo que sentí, lo que juzgué, lo que entendí, lo que leí, lo que vi, lo que lloré, lo que ignoré, lo que creí. Mis miedos y alegrías, mis odios y mis rabias. Mis sueños y utopías. De ida o de vuelta, siempre pensé que el mundo se reducía a lo que pasaba por mi acera. El sol. La lluvia. Las estrellas. El frío. El sofoco. El sexo. El amor. La justicia. El olor a pan caliente. La libertad. Dios. Todo. Me sentía seguro. No era falta de alas sino falta de cielo. Con los otros, hablaba a los gritos o con señas, cada cual desde su acera. Ellos tan allá y yo tan acá, sin mucho interés por comprender.

Hasta que un día mi acera se gastó de tanto usarla. O tal vez fui yo. Me aburrí de ver lo mismo, de la locura de creer tener siempre la razón, de saber siempre la – mi- verdad, de ver las mismas caras, las mismas líneas que separan los andenes, los mismos ruidos y las mismas melodías, de cantar los mismos goles, de soñar los mismos sueños, de opinar las mismas cosas, de sentir los mismos miedos, de tocar los mismos cuerpos. Y alguna noche de insomnio, empecé a preguntarme cómo sería el mundo de los otros. Su sol. Su lluvia. Sus estrellas. Su frío. Sus sofocos. Su sexo. Sus amores. Su justicia. Su olor a pan caliente. Su libertad. Dios. Y entonces, me pudo más la curiosidad que la pereza, la intriga que el miedo.

 

Desde esa calle me sentí seguro. Ellos tan allá y yo tan acá

 

De a poquitos, crucé la calle. Con el culillo del transgresor, con el miedo del desobediente, con el recelo del insubordinado. Y entonces supe que había otras casas, otros perros, otras flores. Y pude ver también mi acera desde la acera del frente. Y entendí muchas cosas. Tiré mi lastre y salté de calle en calle y conocí otras casas, otros perros, otras flores y otro olor a pan caliente. Mi mundo dejó de ser abismo para convertirse en cielo. Entendí que la vida desde la otra orilla se mira diferente. Otro color, otra textura. Entendí incuso que hay cruces de calles con carreras, que existen las esquinas donde podemos encontrarnos. Y que hay más y más aceras donde se dibujan otros mundos, otros sueños. Y entonces no quise dejar de caminar, porque como dice Rubén Blades, con el tiempo comprendí, que la vida da palo, que nada borra el recuerdo de lo que uno caminó.

Y nunca más volví a perderme. Ni a aburrirme, porque al  fin y al cabo, todos somos la acera de enfrente de los otros…

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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