Todos somos pedacitos de otros, una mezcla extraña, que no por mescolanza deja de ser autónoma, independiente, soberana y libre para fracasar o ser feliz.
No somos puros, somos producto de la fertilidad de alguien más, bien por vía de los genes o bien por el aprendizaje de las mañas y posturas de eso que llaman los demás.
La vida se nos va, quitando y poniendo gente del lugar que ocupa en nuestras vidas, porque nos gusta forzar al universo – a Dios, si se quiere- intentando que los demás digan, hagan o sientan lo que a nosotros nos parece. Nos complicamos la existencia, bien porque idealizamos a los otros o bien porque no nos damos cuenta lo que son y lo que quieren.
Todos somos pedacitos de otros, una mezcla extraña, que no por mescolanza deja de ser autónoma
Por defecto o por exceso, descolocamos a los otros y ahí es cuando se nos jode la paz y el equilibrio porque confundimos sus roles y papeles y empezamos a pedir lo que no tienen o a negar lo que poseen para dar. Creamos un desorden tal, que terminamos por no saber ni quiénes somos. Sin embargo, como el cauce de los ríos, el agua siempre vuelve, casi siempre embravecida y a las buenas o a las malas los otros buscan el lugar que tienen en la vida y esa es la pequeña diferencia que marca la frontera entre la paz y el malestar.
Abuelos, padres, hijos, pareja, amigos, conocidos, accidentes del destino, todos, tienen un lugar específico en nuestra vida, nos guste o no y por más que lo forcemos, nunca encajarán donde queremos. Aceptarlo, asumirlo, y respetarlo suele ser un evento complicado. Los que lo logran, están al otro lado. Los que no, andamos dando tumbos como zombis sin destino.