Gracias por el caos

La vida es un eterno retorno. A lo que fuimos. A lo que intentamos ser. A lo que no pudimos. A lo que no supimos. Esa es la función del corazón. Y la memoria.  << Que doblen las campanas que aún pueden sonar. Olvida tu ofrecimiento perfecto. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz>>, dice Leonard Cohen en Anthem.

 

Camino entre el barro y las hojas caídas. Me ensucio los tenis. Llueve.  En realidad, es un chubasco. Me gusta la lluvia desde niño. Entre el fútbol y los charcos pasé muchos días de mi infancia. Más en el fútbol que en los charcos. En mi lista de Spotify suena “La canción de las simples cosas”: <<Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas. Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón >>. Suena un trueno. No puedo correr. El frío hace que me duela la cicatriz de mi pecho. No importa que me moje. Todo es humedad. Me gusta esa palabra. Me ayuda a recordarte. En la casa nadie me espera con una toalla limpia. No importa. Pienso que cuando niño, era lo mismo.

De un tiempo para acá, mi cabeza es un constante deja vu. Esta semana se murió David Mccallum, un actor británico que interpretaba al doctor Daniel Westin, “El hombre invisible”, por allá en 1975. La veía en el viejo televisor de tubos de mi casa, mientras comía pomarrosas. Yo era la versión criolla del doctor Westin. Invisible. Etéreo. Incorpóreo. Intangible. Casi, casi, inmaterial. Me adapté. Me acomodé. Me hice. Tal vez me resigné. Fui, siendo lo que no era. Decisión mía que no recuerdo cuándo tomé y que me acompañó toda la vida. Sigue lloviendo y nunca más he vuelto a ver las pomarrosas.

 

“Uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida”

 

De la invisibilidad pasé al vacío, a la carencia, la insignificancia, la inexistencia, el ninguneo, la ninguna cosa, al cero, lo hueco, lo vacuo, al desierto, lo frívolo, lo vano, lo fatuo, lo banal, lo insípido, lo frío, la entelequia, lo nimio, lo trivial, lo baladí, lo inane, lo chirle, a lo soso. Y así me fue. No es que fuera un cafre, aunque muchas veces actuara como tal. Me dejaba ver a través del ego y la soberbia que es la forma más absurda de mostrarse. El caos. Incluso mis formas más bonitas de amor nacían desde mis carencias absolutas, desde la escasez, desde el no saber por qué, casi casi en piloto automático, lo que no quiere decir que no haya amado.

Todo eso fui. Y digo fui, porque un día, no hace mucho, la vida me dio la oportunidad de devolverme, no para hacerlo distinto, sino para entender lo que pasó. Y pude entonces verme. No soy víctima. Tampoco victimario (creo). Perdí muchas personas. Es más fácil no mojarme en esta lluvia, que desaprender lo que he vivido. Quitarme las costras, quitarme los miedos, quitarme las mañas, quitarme las rabias. Coserme los rotos. Quererme. Estoy sanando. Por dentro y por fuera.

Entro a Carulla a comprar un pan francés. Me robo una ciruela como lo he hecho desde hace mas de cinco décadas. Nadie me ve. ¿Seré invisible o será que a nadie le importa? Me devuelvo a casa. Ya no llueve. Hace frío. Suena la cerradura y el móvil de palitos de aluminio que me anuncia que llegué. Me quito la ropa. Me seco la cara con una toalla azul. Me hago un café. Me pongo un saco viejo.

La grieta, la luz…

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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