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La cancelación y los bloqueos

Hay días en que el aire se siente más denso, como si cargara el eco de todas las palabras que no dijimos y de las que, tal vez, nos arrepentimos. Vivimos en un tiempo extraño, uno donde las pantallas dictan veredictos y los dedos, veloces, trazan líneas entre el «sí» y el «no», entre el «te quiero» y el «ya no existes». Cancelar, bloquear, borrar. Verbos que suenan a portazos, a cristales que se quiebran en la penumbra de una tarde que no termina de irse. Pero, ¿qué hacemos cuando esas líneas las trazamos sobre alguien que alguna vez tuvo un hueco en nuestro pecho?

No hablo de los desconocidos, de esos perfiles anónimos que se desvanecen con un clic porque sus palabras nos arañaron el alma. Hablo de los que estuvieron cerca, de los que nos vieron reír con el pelo despeinado, de los que guardaron nuestros secretos como si fueran suyos. Esos que, por un error, un tropiezo, una frase mal dicha o una verdad que dolió demasiado, hoy son fantasmas digitales. Un bloqueo en WhatsApp, un «dejar de seguir» en Instagram, un muro invisible que levantamos con la excusa de protegernos. Pero, ¿de qué nos protegemos? ¿De ellos o de lo que sentimos cuando sus nombres aún nos rozan la memoria?

Cancelar a quien quisimos no es solo un acto de tecnología; es un ritual de olvido forzado. Es decirle al corazón que se calle, que no recuerde la tarde en que sus manos nos rozaron o el mensaje que nos sacó una sonrisa en medio de un día gris. Es pretender que el cariño, como el vapor en un espejo, se disipa con un trapo y un poco de voluntad. Pero el amor, el de verdad, no se borra con un botón. Se queda en los bordes, en las canciones que evitamos, en el café que ya no sabe igual porque falta su risa al otro lado de la mesa.

Y sin embargo, lo hacemos. Cancelamos porque es más fácil que reparar, porque el orgullo pesa más que las ganas de entender. Bloqueamos porque el silencio duele menos que las palabras que podrían sanar. Nos decimos que es justicia, que quien falla no merece el pedacito de nosotros que una vez le dimos. Pero, ¿y si el error no es el fin, sino un puente? ¿Y si cancelar es solo otra forma de huir?

Pienso en las veces que he pulsado «bloquear» y en las que me han borrado a mí. Pienso en los atardeceres que se llevaron esas historias, en los mensajes que nunca llegaron y en los que nunca respondí. Y me pregunto si, al final, no estamos todos un poco cancelados, buscando en el ruido de las redes un eco que nos devuelva lo que perdimos. Porque borrar a quien quisimos no nos hace más fuertes; nos deja más solos, con las manos vacías y el alma llena de «qué hubiera pasado si».

Tal vez no se trata de no cancelar nunca. Tal vez se trata de mirar antes de cerrar la puerta, de recordar que detrás de cada perfil hay un latido que también tiembla. Y que, a veces, el verdadero acto de valentía no es bloquear, sino quedarse un rato más, aunque duela, aunque cueste, aunque el sol ya se haya escondido.

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