Era un viernes de lluvia, de esos que pesan como una premonición. Desde la sala de su casa, con una ginebra en la mano, Alberto miraba la calle a través de la ventana empañada. La lluvia tamborileaba, constante y él se sentía suspendido entre la nostalgia y la tristeza, incapaz de distinguir cuál lo apretaba más. Los viernes siempre le sabían a soledad, como si anunciaran tres días de silencio por venir.
Afuera, unos niños corrían tras un balón. Sus risas perforaban el aire húmedo. La escena lo arrancó del presente y lo llevó a un recuerdo vívido: junio de 1970. Tenía seis años cuando vio su primer mundial de fútbol. Fue amor a primera vista. La pelota se convirtió en su obsesión y él era bueno, muy bueno, con ella en los pies. Ese sábado, como todos, madrugó al parque con el corazón latiendo fuerte. A sus seis años, Alberto era un fantasma: entraba y salía de casa sin que nadie lo notara, invisible incluso para su propia familia.
En el parque, los otros niños ya estaban ahí, gritando, corriendo. Él, tímido, se quedó al borde del grupo, esperando una invitación. Pero nadie más envidioso que un gordo con balón, nadie más ciego e interesado que los niños ansiosos por jugar. Las horas pasaron, eternas, y nadie lo miró. Sus ojos suplicaban, pero su voz nunca salió. Creyó que su talento hablaría por él, que su deseo era evidente. No fue así. Regresó a casa con lágrimas que nadie vio. Tres sábados seguidos, la misma escena. Cada rechazo dejó una cicatriz, una marca que aún dolía.
Ese diciembre, con la fe intacta de un niño, escribió su carta al Niño Dios. Pidió un balón de fútbol, convencido de que con él los otros querrían jugar a su lado. La mañana de Navidad, desenvolvió medias, calzoncillos y el libro de El Principito. El balón no estaba. Guardó sus regalos y la decepción.
Desde entonces, la vida de Alberto fue una carrera por ser visto. Quería encajar, ser querido, dejar una huella. A veces lo lograba: una palmada en la espalda, una risa compartida, un momento de conexión. Pero siempre terminaba igual. Los amigos, los amores, los compañeros, todos seguían sus caminos, sin despedidas, sin mirar atrás. Y él se quedaba, contando ausencias.
Ese viernes, bajo la lluvia, Alberto seguía en su sala, con la ginebra casi agotada. La soledad lo envolvía, pero algo nuevo emergió. Frente al espejo de madera gastada de su sala, se miró de verdad por primera vez en mucho tiempo. Vio a un hombre con cicatrices, con viernes de lluvia en los ojos, pero también con una chispa que nadie le había quitado. La soledad, que siempre había temido, no era un vacío. Era un espacio sagrado, un lugar donde podía encontrarse consigo mismo, sin máscaras, sin súplicas.
En el silencio, entendió que no necesitaba un balón, ni invitaciones, ni los ojos de los demás para existir. Su valor estaba en él, en la quietud de su presencia, en las marcas que lo hacían único. La soledad no era castigo, sino un regalo: la oportunidad de reconocerse suficiente. Frente al espejo, sonrió apenas. La lluvia seguía cayendo, pero dentro de él algo se aquietó. Por primera vez, lo invisible se sintió eterno. Todo lo que había buscado estaba en él: en sus viernes de silencio, en sus recuerdos agridulces, en su corazón que aún latía fuerte. Alberto se vio por fin, no como un fantasma, sino como un hombre completo, eterno en su propia existencia. Y la lluvia, testigo fiel, pareció sonreír con él.