Nuestra inseguridad, nace de todo lo contrario. Queremos estar seguros de todo lo que pasa, de todo lo que sucede y acontece. Nos mata la incertidumbre y el culillo de saber que no tenemos control de casi nada. De nada, en realidad.
En un mundo líquido como el que hablaba Bauman o el mismo Heráclito, no hay lugar para las certezas, la certidumbre o para la infalibilidad, que no es verbo sino apenas sustantivo. Nos aferramos a lo cierto, a lo que creemos cierto, a lo siempre se ha hecho así, porque vamos a lo seguro, a lo tangible a lo indudable, ya que en el fondo creemos que todo cielo termina siendo abismo y a la larga, no tenemos puta idea de lo que pasa y acaece.
Nuestra sociedad se ha vuelto práctica y por eso gustan más los resultados que el proceso. Ir a la fija, el paso a paso, las evidencias que suelen ser un tubo al cual nos aferrarnos, no importa lo escupido. Andamos en busca de un oráculo, un líder, un sensei, una religión, un profeta que corra el riesgo por nosotros y en el peor de los casos, posamos de sabiondos como si esa aureola nos salvara. Y no.
Nuestra inseguridad, nace de todo lo contrario. Queremos estar seguros de todo lo que pasa.
Actuamos por tumulto y montonera. Si son muchos, lo creemos verdadero. Nos hemos vuelto amarretes con el riesgo y el intento, si no nos aseguran también el resultado. Nos falta descreer o por lo menos exponernos a la duda de aventurarnos sin conocer si habrá luz al final de la andadura.
Preferimos el hierro que el bambú porque se nos olvida que toda margarita es bipolar, que las certezas son pan de un día y que las certidumbres como la leche y los condones vienen con fecha de vencimiento. Nos hemos vuelto serios y distantes, formales y aburridos, circunspectos y pesados, porque el juego y el intento se lo dejamos a los niños y a los locos. Y así nos va.