Subo la escalera. Huele a orines. Está sucia como la gran mayoría de los puentes de las estaciones de Transmilenio. Me toca de escalón en escalón, muy despacio para que no me duela el pecho. Un rappitendero pasa veloz. Hoy no están los vendedores de audífonos, arepas, ropa, tapabocas, libros, baratijas, matas, cuarzos y otras chucherías. Es domingo. Hace sol, pero cae una brizna suave. Bogotá es bipolar.
Voy por la paralela de la autopista rumbo al Parque el Virrey. Caminar es la única actividad aeróbica, el único cardio, que hago desde hace siete meses, trece días, cuatro horas en aquel domingo gris. Todas las baldosas están sueltas. Trampas de salpique – mis tenis se empaparon-. Escucho “Lo que ayer era normal” de Fonseca. Tengo angustia existencial. Hiperventilo, que no es lo mismo que respirar por la herida.
Me gusta caminar por ese parque. Tiene un piso térmico distinto. Es tranquilo. Bonito. Limpio. Y gratis. Mucha gente practicando yoga o meditando. Unas cincuenta personas hacen – o lo intentan- Tai Chi comandados por un señor con rasgos orientales. De uno de los urapanes gigantes cuelgan unas sogas acrobáticas de colores. Varios jóvenes se asen de ellas. No le hallo la gracia. Dos señoras de la empresa del aseo descansan en una de las sillas. Nos saludamos. Viejas tesas que se levantan a guerrearla un domingo, mientras que el resto de nosotros salimos a pasear para no aburrirnos en la casa viendo Bravíssimo.
Las baldosas de la calle están sueltas. Trampas de salpique. ¡Mierda! pise una.
Oro. Me encanta y me da paz. Doy gracias por todo. En mi lista de Spotify suena “Al final” de Lilly Goodman, una cantante cristiana que me gusta. La gente es bonita – ¿o será la ropa? – pero hasta el sudor les luce. El parque está lleno de perros. Dos galgos gigantes se roban mi mirada. Por el tamaño deberían estar en Fedegan. De lo feos, son hermosos. Los dueños les compran helados que se los despachan de severos lambetazos (los galgos, no los dueños). Hay otros callejeros con pañoleticas de colores. Me acuerdo de Rufino, el perro de la cuadra, cruce de calle con carrera. Dormía en casa de los Torres, dos amigos a los que se los llevó la droga – Requiesce in pace-. Le pusimos ese nombre (a Rufino, no a los Torres) porque el 73 – ¡mierda si estoy viejo! – jugaban Millonarios contra San Lorenzo por la Copa Libertadores y el árbitro Sebastiao Rufino le anuló un gol a Apolinar Paniagua. Rufino (el perro, no Sebastiao) comía de todo, nos acompañaba y nos defendía. Busco Callejero de Alberto Cortez..
En el CAI de la 15, dos policías chatean despreocupados. Otro se lustra las botas. Espero a que el semáforo esté en verde para pasar la calle. Hay un vendedor de jugos y de fruta a precios de los Raush. Unos rockeros que siempre están ahí, tocan una buena versión de Angie de los Rolling Stone – buena, digo yo, un tipo que nunca aprendió inglés y se aburrió de Duolingo. ¡Motherfucker !-.
Rufino era el perro de la cuadra. Dormía donde los Torres, pero era de todos. Nos cuidaba y nos acompañaba.
Sigo caminando. Pasa trotando Julio Londoño Paredes, el excanciller, un sabio, dicen. Dios me habla (es privado entre El y yo). Como siempre, terminaré haciendo lo contrario. El libre albedrío que llaman (o la terquedad de no querer verlo). Una señora vende arándanos, más caros que la fruta de la 15. En el parque infantil tres niñeras charlan. Los niños se suben por los tubos. A lo lejos se escucha el ruido del agua del canal que recorre el Virrey. Un niño se cae y llora. Ya somos dos. Hoy te entraño (del latín interanea que significa del interior, desde los intestinos,guardar dentro) un poco más de lo que te extraño (del latín del latín extraneare, que significa de fuera, ajeno). Me calmo oyendo Desvanecer de Poligamia.
Ahora voy bajando. Veo a Peñalosa hablando por teléfono. No es tan alto como creí. O se ha ido achicando, como su popularidad. Menos mal me apliqué bloqueador porque ahora hace un sol tenaz. Nadie me mira – o ¿sí? -. Creo que hablo solo – o ¿no? –. Un perro orina en la placa que recuerda el sitio donde murió Luis Colmenares. Al fondo los rockeros tocan algo de los Toreros Muertos. Un loquito, baila – tal vez así sería yo, si lo hiciera-. Los policías siguen chateando.
Ya no están los galgos. Corren tres perros. Me acuerdo de Rufino (el perro, no el árbitro, aunque creo que ambos se murieron). Vuelve a caer la brizna y piso otra vez las baldosas que salpican…