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Se nos murió Pepe Mujica

Hay hombres que no necesitan alzar la voz para ser escuchados, ni acumular riquezas para ser recordados. José «Pepe» Mujica fue uno de ellos. En un mundo donde los líderes suelen medirse por el tamaño de sus egos o el brillo de sus posesiones, Pepe emergió como un roble humilde, con raíces profundas en la tierra y ramas que no buscaron tocar el cielo, sino cobijar a los que estaban abajo. A sus 89 años, Pepe Mujica cerró los ojos para siempre, dejando un legado que trasciende fronteras y un vacío que se siente en el corazón de quienes creyeron en su mensaje de humanidad. Su muerte, anunciada por el presidente uruguayo Yamandú Orsi, marcó el fin de una vida dedicada a la lucha, la coherencia y la simplicidad.

Mujica no fue un político común, aunque presidió Uruguay entre 2010 y 2015. Fue un filósofo con overol, un hombre que cargó en su mirada la memoria de las luchas y en sus palabras la urgencia de un mundo menos desigual. Su vida fue una crónica de resistencia: guerrillero tupamaro en los años 60 y 70, preso político durante 13 años bajo la dictadura militar, torturado, aislado en un pozo, pero nunca doblegado. «La cárcel me enseñó a hablar con las hormigas», dijo alguna vez, y en esa frase cabe su capacidad de encontrar sentido en lo ínfimo, en lo que otros desprecian.

Cuando llegó al poder, el mundo se sorprendió con un presidente que donaba el 90% de su salario, vivía en una casa modesta sin lujos y manejaba un Volkswagen Escarabajo azul del 87. No era postureo,no era una pose, era Pepe siendo Pepe. Su austeridad no era un rechazo a la riqueza por sí misma, sino una apuesta por la libertad. «No soy pobre, soy sobrio», decía, desarmando con una sonrisa esa obsesión moderna por tener más, siempre más. Para él, la verdadera riqueza era el tiempo: tiempo para pensar, para amar, para estar con los amigos, para cuidar sus flores.

En sus discursos, Mujica hablaba como un abuelo sabio que te invita a mate y te cuenta verdades incómodas. Criticó el consumismo desenfrenado, ese «comprar, tirar, comprar» que nos esclaviza. Alertó sobre el cambio climático cuando muchos lo ignoraban, insistiendo en que no podemos saquear el planeta como si tuviéramos otro de repuesto. Y defendió la felicidad, no la de los anuncios publicitarios, sino la que nace en las grietas de la vida cotidiana. «La felicidad no es tener cosas, es vivir sin miedo», decía, y él lo vivía. Su presidencia no fue perfecta —nadie lo es—, pero su legado trasciende los números. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la marihuana, no por moda, sino por convicción en la libertad individual. Siempre fue un defensor de los derechos humanos, de los trabajadores, de los olvidados.

En abril de 2024, Pepe anunció que padecía cáncer de esófago. En enero de 2025, confirmó que la enfermedad se había extendido a su hígado y decidió suspender el tratamiento, aceptando su destino con la misma serenidad con la que vivió. «Drogadme, y cuando sea hora de morir, muero. Es así de simple», dijo, fiel a su estilo directo y sin dramatismos. Su esposa, Lucía Topolansky, y su perra Manuela lo acompañaron hasta el final en su chacra en las afueras de Montevideo, donde cultivaba su huerta y vivía rodeado de herramientas, plantas y maíz seco.

Pepe Mujica no fue un mito, fue un hombre. Y en su simpleza, en su manera de vivir sin alardes, nos dejó una pregunta que arde: ¿qué estamos haciendo con nuestro tiempo? Porque, como él decía, «si no cambiamos nuestra forma de vivir, nos vamos a ir al carajo». Su voz seguirá resonando en quienes lo escucharon, en los jóvenes que leen sus reflexiones, en los políticos que intentan —sin éxito— imitar su autenticidad. Se puede vivir con poco y dejar mucho…

 

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