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El misterio de los Ovnis

El cielo, ese lienzo infinito que nos abraza cada noche, ha sido desde siempre un espejo de nuestros anhelos y temores. En su vastedad, entre el titilar de las estrellas y el susurro de las nubes, se tejen historias que desafiaban la lógica y encienden la imaginación. La ufología, esa disciplina esquiva que oscila entre la ciencia, la fe y el asombro, es un canto a lo desconocido, un desafío a nuestra arrogancia de creernos los únicos habitantes de este universo desmesurado.

La ufología es el estudio de los objetos voladores no identificados (OVNIs), es decir, fenómenos aéreos que no pueden ser explicados de inmediato como aviones, globos u otros objetos conocidos. El término proviene del inglés ufology, formado a partir de la sigla UFO (Unidentified Flying Object), y el sufijo griego -logía (que significa «estudio» o «tratado»). En español, también se le conoce como ovnilogía, aunque este término no está reconocido oficialmente por la Real Academia Española (RAE).

En los atardeceres, cuando el sol se despide y el cielo se tiñe de una naranja que parece susurrar secretos, la ufología encuentra su escenario perfecto. Es en esos momentos de transición, cuando el día y la noche se miran de reojo, que los relatos de luces danzantes, naves imposibles y encuentros con lo inexplicable cobran vida. Desde Roswell en 1947, cuando un supuesto platillo volador se estrelló en el desierto de Nuevo México, hasta los avistamientos modernos captados en videos granulados por teléfonos celulares, la ufología es una narrativa que se niega a ser silenciada. No es solo la búsqueda de extraterrestres; es la búsqueda de sentido, de un lugar en el cosmos.

Imagina por un momento estar en un cerro, con el viento rozándote la piel, mirando un cielo que parece demasiado grande para ser real. De pronto, una luz se mueve en zigzag, desafiando las leyes de la física que conocemos. ¿Es un dron? ¿Un avión? ¿O algo más? La ufología no siempre ofrece respuestas, pero sí preguntas que nos obligan a mirar más allá de lo cotidiano. En México, cuna de misticismo y leyendas, los avistamientos han sido parte del imaginario colectivo: desde las luces sobre el Popocatépetl hasta los relatos de pescadores en Veracruz que juran haber visto objetos sumergidos en el mar. Cada historia es un hilo en el tapiz de lo imposible.

Pero la ufología no es solo luces en el cielo. Es también un espejo de nuestra psique. En los años 50, en plena Guerra Fría, los ovnis eran una metáfora del miedo a lo desconocido, a la invasión, al otro. Hoy, en un mundo hiperconectado pero fracturado, los ovnis son un símbolo de esperanza para algunos, de desconfianza hacia las instituciones para otros. Los videos desclasificados por el Pentágono en 2020, con pilotos de la Marina persiguiendo objetos que se mueven a velocidades imposibles, no son solo evidencia; son un recordatorio de que el universo es más grande que nuestras certezas.

Y luego está el factor humano. La ufología no sería nada sin las personas que la alimentan: los investigadores de campo con sus grabadoras y cámaras, los testigos que se atreven a hablar a pesar de las burlas, los escépticos que nos obligan a afilar nuestras preguntas. Cada avistamiento es una ventana a la experiencia de alguien que, por un instante, sintió que el universo le guiñaba un ojo.

La ufología no es solo sobre naves o seres de otros mundos; es sobre nuestra capacidad de maravillarnos, de soñar con lo que está más allá de nuestras fronteras. Porque, al final, el mayor misterio no está en las estrellas, sino en lo que elegimos ver cuando las miramos.

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