No los vemos, no los oímos, no los votamos. Pero están ahí. Son discretos, técnicos, vestidos de traje oscuro y sonrisa neutra. Habitan oficinas con aire acondicionado perpetuo, en ciudades como Washington o Nueva York, con vistas a lo global y oídos atentos a los susurros del mercado. Son los organismos internacionales que, aunque usted no los note, deciden mucho de lo que pasa en su vida cotidiana. Desde el precio del arroz hasta el préstamo que le negó el banco, desde la carretera que nunca llegó hasta el discurso de su presidente el domingo en la noche.
FMI: el vigilante de la economía global
Si el mundo fuera un vecindario, el Fondo Monetario Internacional sería ese vecino que sabe quién está endeudado, quién es moroso y quién gasta más de la cuenta. Tiene 191 miembros —casi todos los países del planeta— y un solo objetivo: evitar que el sistema financiero mundial se derrumbe como un castillo de naipes.
Supervisa, aconseja y, cuando las papas queman, presta dinero. Pero no es un banco: es más bien un doctor que receta medicinas amargas. Devalúa monedas, exige recortes y aconseja austeridad. Usted quizá no lo ha visto, pero si alguna vez un gobierno le subió el IVA, congeló salarios o privatizó empresas públicas «por recomendación de expertos internacionales», el FMI estaba en la sala, tomando notas.
Su influencia no se mide en votos ni en aplausos, sino en hojas de Excel, cifras de inflación y tasas de crecimiento. Si el FMI dice que un país inspira desconfianza, los inversionistas corren. Si dice que va bien, abren la chequera.
Banco Mundial: el arquitecto de los sueños aplazados
Más amable en el discurso, el Banco Mundial tiene un aire de esperanza tecnocrática. Se presenta como aliado del desarrollo, con 189 países miembros y una misión que suena noble: acabar con la pobreza extrema. Pero sus decisiones también se sienten en el terreno.
Financia escuelas, hospitales, represas, autopistas. Pero no es filántropo: presta con condiciones. Técnicamente, presta a los gobiernos. Prácticamente, los ciudadanos pagan. Los intereses son bajos, pero las exigencias son altas: reformas estructurales, apertura de mercados, eficiencia burocrática. En su nombre, muchas veces se despiden trabajadores públicos, se eliminan subsidios y se reforman leyes laborales.
Y si las obras no se hacen, o se hacen mal, no es su culpa: él solo da la plata y vigila desde lejos. Su lema parece ser: “yo financio, tú ejecutas, él se beneficia… o no”.
OEA: el árbitro latino que también juega
La Organización de los Estados Americanos es como ese tío que organiza reuniones familiares para evitar peleas… pero a veces termina metiéndose en ellas. Nació para unir a las Américas, para defender la democracia, los derechos humanos y la paz. Pero ha tenido más éxito en las conferencias que en los conflictos.
Con 34 miembros, la OEA observa elecciones, denuncia abusos, media en disputas. También promueve tratados, combate la corrupción y manda misiones de paz. Pero su papel muchas veces es simbólico: emite comunicados, organiza foros, instala oficinas… y poco más.
Sin embargo, en tiempos de crisis política, su voz —aunque a veces tímida o parcial— puede inclinar la balanza. En su nombre, gobiernos han sido legitimados o deslegitimados. Aunque no tiene ejército ni presupuesto abundante, su influencia radica en la visibilidad: cuando la OEA habla, todos escuchan… aunque no todos hagan caso.
ONU: la utopía necesaria
La Organización de las Naciones Unidas es el intento más ambicioso de que el mundo funcione sin guerra perpetua. Con 193 países miembros, es el Parlamento de la humanidad. Tiene agencias para casi todo: niños (UNICEF), refugiados (ACNUR), salud (OMS), educación (UNESCO), clima (PNUMA). Promueve el desarrollo, protege los derechos humanos, entrega ayuda en catástrofes y manda cascos azules a donde el fuego arde.
Pero la ONU es también un elefante burocrático, que avanza lento y carga con la política de sus miembros más poderosos. No siempre puede actuar, no siempre puede intervenir, no siempre puede castigar. Pero está ahí, recordándonos que otra forma de convivir es posible.
En su bandera hay un mapamundi. En su espíritu, un viejo anhelo: que todos tengamos voz, que la ley esté por encima de la fuerza, que la dignidad humana no dependa del pasaporte.
La próxima vez que escuche hablar de una reforma fiscal, un megaproyecto financiado por “cooperación internacional”, o una misión electoral extranjera, pregúntese: ¿quién mueve los hilos?
No son gobiernos ni políticos los únicos actores del escenario. Hay, detrás de las cortinas, una coreografía de técnicos, economistas, abogados internacionales y burócratas globales que moldean el guion de nuestras vidas.
No son villanos ni héroes. Son los invisibles. Y a veces, también, los inevitables