Hay orquestas que tocan música y hay orquestas que escriben historia. El Grupo Niche pertenece a esa segunda categoría, aunque nunca se lo haya propuesto de manera solemne. Desde 1980, cuando Jairo Varela Martínez decidió que la salsa necesitaba un acento colombiano —no como capricho, sino como urgencia—, esta agrupación ha sido muchas cosas: banda de baile, cronista social, himno cívico ambulante. Pero sobre todo, ha sido una forma de decir «aquí estamos» cuando nadie preguntaba.
Varela tenía clara una cosa: la salsa ya existía, brillante y poderosa, en Nueva York y Puerto Rico. Pero le faltaba algo. Le faltaba el Pacífico colombiano, sus tambores, su cadencia oscura y profunda. Le faltaba Cali, con su calor pegajoso y su orgullo de capital que nadie le otorgó pero que se tomó a punta de trombones. Así nació la salsa caleña, que no es solo un subgénero musical sino una declaración de principios: podemos bailar y pensar al mismo tiempo.
Lo interesante de Varela no fue solo su oído para los arreglos —que era formidable— sino su capacidad para meter crítica social en canciones que la gente sudaba en las pistas. «Bájame uno«, de 1995, no es un tema bailable más: es un puñetazo lírico contra el racismo. «Que no te diga la gente, que tú no puedes ser presidente», canta, y uno entiende que esto no es metáfora, es instrucción de supervivencia. Varela convirtió la música popular en herramienta de resistencia sin que nadie tuviera que sentarse a escuchar un sermón. Eso es talento, pero también es astucia.
Cuando murió en 2012, el pronóstico era sombrío. Las bandas rara vez sobreviven a sus fundadores, menos aún cuando ese fundador era el compositor, el arreglista y el alma del proyecto. Pero José Aguirre, quien tomó la dirección musical, entendió algo crucial: Niche no era Varela, era una institución. La estructura rítmica, los metales, esa forma particular de hacer que la percusión del Pacífico dialogue con el jazz afroamericano, todo eso podía continuar. Y continuó.
El álbum 40, lanzado en 2020, fue la prueba de fuego. Ganó el Latin Grammy a Mejor Álbum de Salsa y superó los 100 millones de reproducciones. «Algo Que Se Quede», su canción más emblemática, llegó a 298 millones de vistas en YouTube. No está mal para una orquesta que muchos creían condenada al circuito nostálgico. Tres años después, Niche Sinfónico volvió a ganar el Grammy, esta vez con la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia. Aguirre había hecho lo imposible: mantener la esencia sin embalsamarla.
Los números son brutales. Más de 2.13 mil millones de streams en Spotify. Más de 30 producciones discográficas. Presencia en mercados que van desde Latinoamérica hasta Asia Pacífico. Esto no es casualidad ni nostalgia: es un catálogo que sigue vivo porque nunca dejó de hablar de lo que importa. El amor, sí, porque Niche domina la salsa romántica como pocos. Pero también la exclusión, la identidad, el orgullo de ser de donde uno es aunque el resto del país lo mire de reojo.
La canción que inventó una ciudad
Hay momentos en que una canción deja de ser solo música y se convierte en algo más extraño, más poderoso: en el espejo donde una ciudad entera decide reconocerse. Eso le pasó a Cali con «Cali Pachanguero», y eso le pasó a Colombia con el Grupo Niche. Pero empecemos por el principio, que en este caso es 1984.
Jairo Varela Martínez tenía entonces cuatro años dirigiendo su orquesta y una obsesión clara: demostrar que la salsa no era patrimonio exclusivo de Nueva York o Puerto Rico. En el álbum No Hay Quinto Malo metió una canción que hablaba de su ciudad con una mezcla rara de orgullo, ternura y desafío. No estaba describiendo un lugar turístico ni haciendo propaganda municipal. Estaba cantándole a Cali como quien le canta a una novia complicada: con todos sus defectos incluidos.
«Cali Pachanguero» no fue un éxito instantáneo de esos que estallan en la radio. Fue algo más lento y más profundo: se metió en el ADN de la ciudad. La gente empezó a usarla como tarjeta de presentación, como grito de batalla, como forma de decir «soy de aquí y eso significa algo». Para 2012, alguien tuvo la ocurrencia de proponerla como himno oficial ante el Concejo Municipal. La idea no prosperó —los trámites burocráticos son crueles con la poesía—, pero tampoco hacía falta: la canción ya era el himno, con papel sellado o sin él.
Lo que Varela logró con esa composición fue un truco de ingeniería emocional: convencer a una ciudad de que su identidad podía caber en tres minutos de salsa. Y no cualquier ciudad: Cali, que siempre ha tenido un complejo particular, una mezcla de grandeza autoproclamada y desconfianza histórica. Cali, que se nombró a sí misma Capital Mundial de la Salsa sin esperar permiso de nadie. La canción fue la banda sonora de esa declaración unilateral de independencia cultural.
Pero Varela no era solo un compositor de himnos cívicos. Era, ante todo, un cronista social con un sentido del ritmo excepcional. Entendió que podía meter crítica política en música bailable, que podía hablar del racismo estructural sin dejar de hacer que la gente sudara en la pista. La salsa caleña que inventó Niche no fue un capricho estético. Fue una necesidad. Varela tomó la estructura del jazz afroamericano, le inyectó el sentimiento latino y le agregó los tambores del Pacífico colombiano. El resultado fue un sonido que Cali adoptó como propio y que el resto del mundo reconoció como diferente. La orquesta se convirtió en una institución: más de 30 álbumes, una rotación constante de músicos que entraban y salían sin que la esencia cambiara, porque la esencia estaba en los arreglos, en la percusión, en esa forma particular de hacer dialogar los metales con la melancolía.
Varela tenía, además, una habilidad narrativa poco común. Podía escribir sobre un feligrés enamorado de una monja, sobre las injusticias del racismo estructural, sobre Buenaventura, sobre Medellín, sobre el desamor más pedestre. Su versatilidad temática convirtió el catálogo de Niche en algo parecido a una enciclopedia emocional: si uno busca, encuentra.
Lo que José Aguirre ha logrado en estos años no es poca cosa. Mantener una marca artística de 45 años exige no traicionar el pasado pero tampoco adorarlo en silencio. Las grabaciones ahora se hacen con músicos en diferentes ciudades, mezcladas por productores que conectan archivos digitales en lugar de cintas análogas. La técnica cambió, el espíritu no. Y eso, en una industria que premia la novedad por encima de todo, es casi un milagro.
El Grupo Niche no es solo una orquesta de salsa. Es un testimonio de que la música puede ser vehículo de dignidad, herramienta de visibilización, acta de identidad. Jairo Varela entendió que la cultura afrocolombiana necesitaba una voz que no pidiera permiso para existir. José Aguirre entendió que esa voz no podía morir con su creador. Entre los dos, construyeron algo que ya no pertenece solo a Cali ni solo a Colombia: pertenece a cualquiera que haya necesitado, alguna vez, que una canción le confirme que su vida también cuenta.
Y mientras los streams sigan sonando —1.66 millones diarios, para ser exactos— la historia seguirá escribiéndose. Porque hay cosas que no se archivan: se bailan
