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Hay una historia que casi nadie cuenta sobre Colombia y tiene que ver con los aviones. No con Pablo Escobar metiéndolos en su zoológico como quien colecciona iguanas, sino con algo más perturbador: durante décadas, cualquiera con suficiente descaro podía tomar un vuelo comercial y decidir que ese día no iba para Cali sino para Cuba, o para una pista clandestina en medio de la nada, o para un río en el Caquetá. Y lo hacían.

Entre 1968 y 1973 hubo casi 350 secuestros aéreos en el mundo. América Latina se llevó la mitad. Colombia, por supuesto, estaba en el podio. Porque si algo caracteriza a este país es que nunca hace las cosas a medias, ni siquiera cuando se trata de caos.

El récord absoluto lo tienen dos paraguayos que ni siquiera eran criminales de carrera. Eusebio Borja y Francisco Solano López eran futbolistas fracasados que llegaron a Pereira con la ilusión de jugar en algún equipo local y terminaron limpiando mesas. La plata no les alcanzaba ni para el arriendo. Entonces se les ocurrió lo impensable: secuestrar un avión.

El 30 de mayo de 1973, armados y encapuchados, se montaron al Lockheed Electra de SAM que cubría la ruta Bogotá-Cali-Pereira. Se hicieron pasar por guerrilleros del ELN y exigieron 200 mil dólares. Nadie les creyó mucho, pero tampoco importaba: tenían el avión.

Lo que vino después fue una odisea que parece escrita por García Márquez en una mala noche. El avión voló durante casi 60 horas. Pasó por Medellín, Cali, Aruba, Lima, Mendoza y Buenos Aires. Recorrió 24 mil kilómetros. En Aruba les dieron 50 mil dólares y, en un gesto casi caballeresco, los secuestradores dejaron que cambiaran de tripulación. Como si estuvieran negociando un repuesto de carro.

Pero lo mejor vino al final. Los pilotos, Hugo Molina y Pedro Ramírez, hicieron un trato con Borja y Solano: «Déjennos aterrizar en un lugar apartado, ustedes se bajan con la plata y nosotros esperamos un rato antes de avisar». Y así fue. Un pacto de caballeros. Solano López se bajó cerca de Asunción, Borja en Resistencia. Se repartieron el botín: 25 mil dólares cada uno.

Solano López duró cinco días libre. Lo agarraron, lo extraditaron, cumplió cinco años de cárcel y después murió intentando asaltar un banco en Argentina. Borja, en cambio, desapareció. Nunca lo encontraron. Probablemente esté muerto, pero hay algo poético en pensar que el tipo sigue por ahí, viviendo tranquilo con su parte del botín.

El punto es este: en 1973 un avión comercial pudo saltar de país en país, sin que ninguna fuerza aérea hiciera nada, sin que hubiera protocolos, sin que nadie supiera qué carajos hacer. Los aeropuertos no tenían detectores de metales. La seguridad era un portero mirando si alguien se robaba una maleta.

Si los años 70 fueron la era romántica de los secuestros aéreos, los 80 fueron la era de la eficiencia guerrillera. El M-19 lo entendió rápido: para qué huir a Cuba si podemos usar los aviones para lo que realmente importa, que es mover armas.

El 21 de octubre de 1981 secuestraron un Curtiss C-46 de Aeropesca. No querían plata ni propaganda. Querían trasladar 500 fusiles que habían metido por La Guajira. El plan era ambicioso: desviar el avión hacia una pista clandestina en Dibulla, cargar el armamento y volar hasta el Caquetá.

Todo iba bien hasta que el piloto, Juan Manuel Bejarano, se dio cuenta de que no tenía dónde aterrizar en la selva. Entonces hizo lo único que podía hacer: acuatizar en el río Orteguaza. Aterrizar un avión de carga en un río amazónico sin que explote todo es, básicamente, un milagro. Pero lo logró.

La guerrilla bajó las armas, se internó en la selva y se llevó a la tripulación. Los tuvieron 18 días. Mientras tanto, el Ejército arrasó con todo lo que encontró a su paso. Las comunidades indígenas del Orteguaza, especialmente los Coreguaje, quedaron en medio. Los estigmatizaron, los persiguieron. Nadie les preguntó si tenían algo que ver. Simplemente estaban ahí.

El M-19 también llamó a unos periodistas para que cubrieran el operativo. César Vallejo, Eduardo Carrillo, Jhon Jairo Alzate y Carlos Uribe fueron. La guerrilla los dejó ir, pero el Ejército los detuvo. Alzate, incomunicado en una base militar, escribió un mensaje de auxilio en un papel de cigarrillo. Así estaban las cosas.

Y por si fuera poco, el alcalde de Florencia apareció en unas fotos sonriendo al lado de los guerrilleros. El presidente Turbay Ayala lo destituyó de inmediato. No importaba el contexto. La imagen era suficiente.

Meses después, el M-19 volvió a hacerlo. Esta vez fue un Boeing 727 de Aerotal con 128 pasajeros. Lo desviaron a Cuba. Exigieron que viniera la Comisión de Paz, que se denunciara la situación de derechos humanos, que se sabotearan las elecciones. Lograron asilo político y salir en los titulares del mundo, pero nada más. Las elecciones se hicieron igual.

Para 1985, el asunto ya no era secuestrar aviones grandes. Era robar los chiquitos. Cessnas, en su mayoría. Los insurgentes se dieron cuenta de que podían armar algo parecido a una fuerza aérea propia.

Ese año desaparecieron aviones casi todos los meses. En julio, un Cessna. En octubre, dos más. En noviembre, el ELN secuestró uno en Arauca. En diciembre, el EPL tomó dos en Urabá. Pero no los robaron. Los usaron para tirar propaganda revolucionaria sobre poblaciones campesinas. Como bombarderos, pero de panfletos.

El Estado, mientras tanto, no tenía ni radares funcionando. Los de Bogotá y Barranquilla fallaban constantemente. La Fuerza Aérea no tenía plata para mantener los Mirage en el aire. El espacio aéreo colombiano era un colador.

Y entonces llegó el Cartel de Medellín y les recordó a todos que hay niveles de crueldad. El 27 de noviembre de 1989, pusieron una bomba en el vuelo 203 de Avianca. Un Boeing 727 que iba de Bogotá a Cali. Explotó sobre Soacha. Murieron 107 personas. El objetivo era César Gaviria, que no se subió al vuelo.

Eso sí cambió todo. Los aeropuertos se volvieron fortalezas. Se implementaron controles que antes parecían de ciencia ficción. Colombia pasó de no tener detectores de metales a tener algunos de los aeropuertos más vigilados de la región.

Para finales de los 90, las FARC y el ELN ya no secuestraban aviones para moverlos. Los secuestraban para quedarse con la gente. Eran «pescas milagrosas» aéreas.

El 12 de abril de 1999, el ELN desvió el vuelo 9463 de Avianca, que iba de Bucaramanga a Bogotá, hacia una pista clandestina en el sur de Bolívar. Se llevaron a los 46 ocupantes para la selva. Gloria Amaya estuvo secuestrada más de 19 meses. Uno de los guerrilleros, José María Ballestas, apareció después protegido en Venezuela. Eso tensó las relaciones con el vecino, obviamente.

Pero el secuestro que realmente partió la historia fue el del 20 de febrero de 2002. Un comando de las FARC obligó a un avión de Aires a aterrizar en una carretera del Huila. Se bajaron, se llevaron al senador Jorge Eduardo Gechem Turbay y se fueron.

Esa misma noche, Andrés Pastrana salió en cadena. Dijo que «se había rebosado la copa». Ordenó la retoma militar de la Zona de Distensión del Caguán. Se acabó el proceso de paz. Comenzó otra guerra.

Hay algo extraño en pensar que durante décadas los cielos colombianos fueron territorio en disputa. Que un avión comercial podía despegar de Bogotá y terminar en un río, en una pista guerrillera o hecho pedazos en una ladera. Que eso era lo normal.

Lo más inquietante es cómo el secuestro aéreo mutó con el conflicto. Empezó como aventuras de gente desesperada buscando plata o asilo. Luego fue logística guerrillera. Después, terrorismo puro. Y al final, una herramienta de presión política que terminó cerrando las puertas de la paz.

Hoy no pasa. Colombia lleva dos décadas sin un secuestro aéreo. Los aeropuertos tienen escáneres, policía especializada, protocolos de seguridad que se forjaron a punta de errores y tragedias. Pero costó. Costó muertos, costó procesos de paz rotos, costó comunidades destruidas.

Y lo más loco es que todo empezó con dos futbolistas paraguayos que no tenían ni para pagar el arriendo.

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