No tengo idea qué hago yo a esta hora por esa calle solitaria. Dos perros destrozan una bolsa de basura. Un gato maúlla. Esta lluvia de madrugada está cogiendo cara de temporal. Arrecia. De alguna ventana sale el gemido de una mujer agradecida. En mi cabeza, suena la versión del Cholo Valderrama, de “Pedro Navaja”. Brrr.
Tengo susto, pero también miedo que, aunque se parecen, no son lo mismo. Susto, de que me atraquen, que me maten, que alguno de esos perros me vaya a morder. Y miedos, miedos los de siempre: quedarme solo, ser yo mismo, ser y no encajar, encajar y no ser. Miedo a los viernes sin ti. A los sábados sin ti. A una vida si ti. Aunque no sé. Elvira Sastre me hace pensar (otra vez): Debo reconocer que no tengo miedo, solo heridas…
Es un deja vu. Es una sensación de haberlo ya vivido. De niño, me dormía apenas comenzaba la noche para vencer el miedo y por eso ahora me acuesto muy temprano. Sigue lloviendo. Afuera también. Me meto las manos en los bolsillos. El frío no cede. Brrr. Me acompaña uno de los perros. Nos salvamos el uno al otro de la soledad. Ni siquiera sé a dónde voy. El perro, tampoco. Se parece un poco a la vida que he tenido (la falta de brújula, no el perro). Llena de sustos reales y tontos. Llena de miedos que he vencido. Tal vez mi vida es la historia de los miedos superados. Dicen los budistas que el miedo es ubicuo. Todos tenemos un sentido subyacente de no estar bien posicionados, de no estar seguros. Tenemos un sentimiento existencial de incertidumbre e inestabilidad, y eso nos vuelve muy ansiosos. Y tal vez tengan razón.
Miedos los de siempre: quedarme solo, ser yo mismo, ser y no encajar, encajar y no ser. Miedo a los viernes sin ti.
Mis miedos tienen que ver con el dolor. Algofobia, lo llaman los expertos. Culillo, digo yo. No quiero que me duela y por eso bendigo a Horace Wells, el creador de la anestesia. Sin embargo, algo va de una cordal a una despedida. Los adioses se lloran a palo seco, en carne viva. Cicatrices que se demoran en sellar. O no. O no sellan. Hay que llorar, llorar con ganas o como dice Ana, meterse en un bosque a gritar. O pintarlo si no hay ninguno a mano. Dicen que de dolor nadie se muere. No sé. Tengo mis dudas. Por eso cambio mi miedo por tres sustos.
El perro sigue detrás mío. A lo lejos se confunde un maullido con un gemido. Como hoy, pienso que cada vez que he sentido miedo, suelo actuar irracionalmente, casi en piloto automático. Un dron. Si pensara, me detendría. Estatua. Y no, no porque a las estatuas las orinan los perros y los celadores de cuadra. Siempre he seguido adelante, pero no por voluntad, por valentía o resiliencia. Pura inercia. Es como dejarse llevar por una ola y salir a pesar de los golpes. O tal vez, es que he tenido una vida buena y no me he dado cuenta. Fórmulas no tengo, siempre lo hago distinto, aunque siempre me aferro a la idea de Dios, el mío. Me demoro, pero salgo vivo, lo que no quiere decir que no me vuelva a caer. Siempre he tenido miedo. Javier Marías, el escritor español decía que “lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe”
Por la esquina aparecen dos malandros. El perro les ladra. Se alejan. Pasó el susto. El miedo sigue…
* A Ana María Gómez Upegui con un cariño de cuatro décadas…