El nuevo mandato de Trump ha puesto patas arriba la economía mundial y ha puesto el foco en un nuevo enemigo: China. El país asiático se ha convertido en un referente, gracias a su tamaño y al poder que detenta en el escenario del planeta. Por eso, bien vale la pena darle una mirada a su economía y a la llamada Ruta de la Seda a la que el gobierno colombiano ha decidido apostarle.
Por las venas de Asia, Europa y África corre un proyecto que no es solo un camino, sino un latido: la Iniciativa de la Franja y la Ruta, o como se le conoce, la nueva Ruta de la Seda. No es un eco romántico de caravanas y especias, sino un engranaje maestro de la economía china que redefine el comercio global. En un mundo que se tambalea entre crisis y ambiciones, China teje su estrategia con hilos de acero, puertos y datos. Aquí, sin adornos, desentrañamos sus características y lo que significa para el gigante asiático.
Un mapa que no es solo geográfico
La Ruta de la Seda no es una línea en un mapa, es una red. Desde 2013, China ha invertido más de un billón de dólares en infraestructura: puertos en Pakistán, trenes en Kazajistán, autopistas en Kenia. Pero no se trata solo de concreto. Es un sistema que conecta mercados, recursos y poder. Mientras Occidente discute sanciones, China construye corredores económicos que aseguran su acceso a materias primas y mercados. El puerto de Gwadar no es solo un muelle; es un mensaje: Pekín no espera permisos.
Esta red tiene dos caras: la Franja, que une Asia Central por tierra y la Ruta, que surca mares desde el Índico hasta el Mediterráneo. Más de 140 países han firmado acuerdos, desde potencias como Rusia hasta economías frágiles como Sri Lanka. Pero no todo es altruismo. Los préstamos chinos, a menudo con intereses altos, han dejado a naciones como Zambia en aprietos. China no regala. Negocia.
La economía china: un motor que no descansa
La Ruta de la Seda es el reflejo de una economía que no se detiene. China creció un 5% en 2024, según datos del Banco Mundial, mientras el mundo cojeaba. Pero no es el crecimiento de antaño, impulsado por fábricas humeantes. Hoy, China apuesta por tecnología y control de cadenas de suministro. Es el mayor productor de paneles solares, baterías de litio y tierras raras, esenciales para la transición energética. No solo fabrica. Dicta los términos.
El consumo interno también cambia. La clase media china, que supera los 400 millones de personas, ya no solo compra iPhones; demanda marcas locales como Xiaomi o BYD, que ya rivaliza con Tesla. Pero hay sombras: el mercado inmobiliario, con gigantes como Evergrande al borde del colapso, sigue siendo un talón de Aquiles. Pekín lo sabe y aprieta las riendas con políticas que priorizan estabilidad sobre especulación.
Innovación con sello chino
Lejos del cliché de la copia barata, China lidera en inteligencia artificial y 5G. Huawei, pese a sanciones, provee redes a medio mundo. La Ruta de la Seda digital, con cables submarinos y satélites, asegura que los datos, el petróleo del siglo XXI, fluyan hacia servidores chinos. Esto no es solo comercio; es influencia. Mientras, el yuan gana terreno como moneda de intercambio, desafiando al dólar en contratos de petróleo con Arabia Saudí.
El costo de la ambición
No todo brilla. La deuda interna china, representa el 111,8% del PIB, es una bomba de tiempo. La Ruta de la Seda, aunque estratégica, ha generado críticas por su impacto ambiental y por proyectos que benefician más a contratistas chinos que a comunidades locales. En casa, el envejecimiento poblacional y la desigualdad regional son retos que ni el Partido Comunista puede ignorar.
La Ruta de la Seda no es solo un proyecto; es la proyección de una China que no pide permiso para liderar. Su economía, resiliente pero no invencible, se mueve con la precisión de un ajedrecista. No se trata de imitar a Occidente, sino de redefinir las reglas. En este tablero, la Ruta es más que caminos: es la huella de un gigante que no camina solo.