En las calles de Bogotá, en los comentarios de las redes sociales y en los debates televisivos, dos palabras resuenan con particular intensidad: «mamerto» y «facho». Estos términos, cargados de desprecio y utilizados como armas arrojadizas en el combate político, han trascendido su origen para convertirse en símbolos de la polarización que atraviesa la sociedad colombiana.
El Origen de las Etiquetas
La palabra «mamerto» tiene raíces históricas que se remontan al latín «Mamertius», que significa «consagrado a Marte». Sin embargo, en el contexto político colombiano, su uso se ha desvirtuado hasta convertirse en una forma despectiva de referirse a quienes abrazan ideas de izquierda o progresistas. Inicialmente empleado para señalar a los miembros del Partido Comunista de Colombia, el término ha expandido su alcance para incluir a cualquier persona que cuestione el orden establecido o defienda políticas de cambio social.
Por su parte, «facho» es una contracción directa de «fascista», término que proviene del movimiento político fundado por Benito Mussolini en Italia. En Colombia, se utiliza para descalificar a personas o grupos percibidos como autoritarios, conservadores extremos o intolerantes, especialmente en un país donde el fantasma del paramilitarismo y la represión política aún genera heridas abiertas.
Armas de Polarización
Ambos términos funcionan como mecanismos de simplificación extrema del debate político. Cuando alguien es etiquetado como «mamerto», se busca deslegitimar automáticamente sus propuestas asociándolas con la ingenuidad, el idealismo desmedido o el extremismo. La palabra sugiere que quien la recibe está «mamando» o incumpliendo compromisos, añadiendo una carga de irresponsabilidad a la descalificación ideológica.
Del otro lado del espectro, llamar «facho» a un oponente político implica acusarlo de autoritarismo, intolerancia y tendencias antidemocráticas. En un país que ha vivido décadas de conflicto armado, el término evoca inmediatamente imágenes de represión y violencia estatal, convirtiéndose en una acusación particularmente grave.
El Costo del Lenguaje Tóxico
El uso sistemático de estos términos peyorativos tiene consecuencias profundas para la democracia colombiana. Cuando el debate político se reduce a intercambios de insultos ideológicos, se pierde la posibilidad de discutir ideas, propuestas concretas y soluciones a los problemas reales del país.
Esta dinámica alimenta un ciclo vicioso: quienes se sienten atacados por estas etiquetas tienden a responder con igual agresividad, profundizando las divisiones y haciendo cada vez más difícil encontrar puntos de encuentro. La polarización se convierte así en un obstáculo para la construcción de consensos necesarios en una sociedad plural.
Más Allá de las Etiquetas
La realidad política colombiana es infinitamente más compleja que la dicotomía mamerto-facho. Entre estos extremos existe un amplio espectro de posiciones, matices y propuestas que se pierden cuando el debate se reduce a caricaturas ideológicas.
La izquierda colombiana incluye desde socialdemócratas moderados hasta sectores más radicales, pasando por ambientalistas, defensores de derechos humanos y movimientos sociales diversos. Similarmente, la derecha abarca desde conservadores tradicionales hasta liberales económicos, pasando por democristianos y diversos sectores del empresariado.
Reducir esta diversidad a etiquetas simplistas empobrece el debate y limita las posibilidades de encontrar soluciones innovadoras a los desafíos del país.
En un momento en que Colombia enfrenta desafíos enormes – desde la implementación de la paz hasta la crisis climática, pasando por la desigualdad y la corrupción – el país necesita más que nunca un debate político maduro y constructivo.
Esto no significa renunciar a las diferencias ideológicas legítimas, sino encontrar formas más civilizadas y productivas de expresarlas. Los ciudadanos, los medios de comunicación y especialmente los líderes políticos tienen la responsabilidad de elevar el nivel del debate público.
Mientras sigamos usando «mamerto» y «facho» como sustitutos del argumento y la propuesta, seguiremos condenados a una democracia empobrecida, donde las etiquetas importan más que las ideas y donde la polarización se convierte en el único lenguaje político posible.